Un falso escándalo se agitó en las redes cuando un errado observador identificó el reloj que Irene Montero llevaba en unas fotos para Diez Minutos . “¡Cáspita, es un Rolex!”, bramó el cuñadismo patrio. Y el ágora virtual ardió, animosa por tener una nueva oportunidad para escupir ese odio con el que la ultraderecha hostiga a algunos adversarios políticos. Pero ¿cómo se atrevía la ministra a llevar ese icono del lujo aspiracional que se regala a los cachorros burgueses cuando empiezan la carrera? El chasco tuitero fue sonoro: al cabo de unas horas, un ufano yayoflauta desmentía el bulo: se trataba de un Swatch de 110 euros. Y toda la rabia desatada y los insultos desmesurados se redujeron a despojos, ruido que barre nuevo ruido.
No obstante, el falso Rolex nos sirve un debate recurrente: ¿es compatible ser de izquierdas con el lujo? En el recomendable ensayo La nueva masculinidad de siempre: capitalismo, deseo y falofobias (Anagrama), Antonio J. Rodríguez destaca que nuestra sociedad se fija mucho más en la distribución del gasto personal de los políticos de izquierdas que de los de derechas. Cuando “lo contrario al lujo –razona– no es ninguno de los valores del republicanismo, sino el voto de pobreza, concepto asociado a la fe y a la espiritualidad”. El precio es hoy un indicador de un comercio justo. Aquí no se trata de justificar el marquismo compulsivo y vulgar, sino el valor de productos responsables elaborados con un fin de durabilidad. Ropas que tienen cuando menos el significado de estar bien hechas, de permanecer durante años al servicio de su usuario, preservando un sistema de producción digno, sin niños esclavos ni talleres precarios.
El relato de una izquierda pobretona y desaliñada es un demagógico constructo que trata de resaltar la (supuesta) incoherencia que representan el bienestar y el confort, la belleza y el buen gusto con la defensa de una mayor redistribución de la riqueza. No siempre ha sido así. Al menos en el siglo XX. Desde el Mayo del 68, que trajo unos aires de folk-rock con pantalones campana y chalecos, hasta el intelectualismo de la Rive Gauche –con sus jerséis de cuello alto, patillas y melenas– definían no solamente el atuendo progre, sino también una declaración de principios: no somos obedientes.
La historia contemporánea está plagada de ejemplos en los que el elitismo estético no estuvo reñido con una ideología progresista. No hay más que recordar a Samuel Beckett paseando su sobria elegancia con un bolso en bandolera de Gucci, o a Jean-Paul Sartre desbrozando a un ser asomado a la nada desde sus preciosas monturas redondas de carey y su fular. Marguerite Duras afirmaba haber militado siete años en el Partido Comunista y a la vez adorar los diamantes. La sinistra italiana , cuya aleación de intelectualidad, pose y compromiso fue incuestionada durante décadas, alimentó el aura de personajes como el aristócrata marxista Luchino Visconti, conde de Lonate Pozzolo, o el editor Giangiacomo Feltrinelli, con su bigote frondoso y sus chaquetas príncipe de Gales, que murió colocando una bomba al pie de una línea de alta tensión. La revolución tenía entonces tanto de estético como de ético, y estudiantes, pensadores, artistas, bohemios y diseñadores abanderaban la batalla cultural en la que los cuellos altos –y también mao–, las barbas y las chaquetas de pana –pero también las minifaldas y por supuesto las gabardinas– uniformaron a millones de jóvenes a lo largo y ancho del globo. “La izquierda no necesita líderes mal vestidos sino gente consciente”. La frase se le atribuye a Salvador Allende, que siempre vistió como un pincel, hasta el punto de resistir el bombardeo de La Moneda con casco de combate y pañuelo de bolsillo en la americana.
Es bien conocido el amor de Fidel Castro por los Rolex, solía llevar dos en la sierra –uno con la hora de Cuba y otro con la de Moscú–. Leo en una revista especializada, The Revolution , la respuesta de tres maestros relojeros cubanos sobre el auge de esta marca en un Estado comunista: “En Cuba el reloj no se veía como un producto de lujo, se apreciaba por el trabajo artesanal”. En Francia, algunas ministras socialistas han vestido de Chanel y Dior sin que nadie sufriera; al contrario, se las aplaudía por gastar sus ahorros con exquisitez. En cambio, en España, cuando las ministras de Zapatero aparecieron esculpidas en seda y oro en el jardín de la Moncloa para Vogue , se las ridiculizó hasta el delirio. Perspicaces periodistas calcularon el precio de lo que vestía la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega, pero la cuenta salía muy por debajo del traje y el reloj de Solbes o Bono, y no fue noticia.
En la España cainita, la envidia nutre la apropiación del lujo “sin complejos” por parte de la derecha, mientras en la izquierda pervive la mala conciencia respecto a la belleza física o al consumo de bienestar: una relación timorata con la estética que bascula entre el pudor y el temor a ser triturado por el adversario que deliberadamente confunde ostentación con refinamiento. El deseo por los objetos bellos no tiene ideología.
Lenin usaba su Rolls Royce incluso para trasladarse en la nieve con esquís y tracción trasera de tanque. La única explicación que daba es que era el mejor automóvil del mundo. Lo que dice Joana es exacto, nunca molestó al pueblo cubano que Fidel usase dos Rolex, sí que bebiese litros de Vega Sicilia durante la crisis llamada período especial.
Semejante carga de prejuicios empobrece a la izquierda y lo peor es que pone fecha de caducidad a su proyecto.
Aunque sea discutible, no para mi, cuanto de izquierda había en la Gauche divine, lo cierto es que la frescura de Regás o de Benet era mucho más interesante que la estrechez de materia gris que hoy habita a esa misma burguesía catalana.
Una vegada vaig voler entrar en un míting de la Cup, i parlant amb una militant em va dir que “vestida així”, no em deixarien entrar. Aquest és article que m’hagués agradat escriure. Molt fan de tot el que dius. Molt fan de la Marguerite Duras.
Una abraçada,
Regina.
*Per cert, portava un Barbour que fa vint anys que tinc i unes sabates amb quatre dits de taló! :p
La derecha, descarada, sin vergüenza. Se aprovecha para atacar a la izquierda. Y dice, que ésta ha de hacer voto de pobreza, como una exigencia ineludible.
Y por eso, cada vez que ven que uno de izquierdas, no actúa como si hubiera hecho el voto de pobreza. Les atacan, se burlan de ellos, les llaman comunistas, para castigarles.
Creo que hay una solución. Que quiten la palabra izquierda. Y que pongan que son humanistas. Y ya no podrán decirles comunistas, ni marxistas -como los carcas conservadores de EEUU dicen ahora a todo quien se opone a Trump-.