Lo volvió a hacer. Con una vieja sudadera de buen algodón verde menta y sus mechones rubios, dorados como solo puede broncearlos el sol de Malibú. En tono bajo, no solo desvestido de arrogancia, sino haciéndose el tímido, que es como nos gusta que se muestren los hombres guapos, hemos recordado que Brad Pitt existe y que, por tanto, no todo está perdido, amigas.
Superviviente de mil y una alfombras rojas, también de una boda en un castillo provenzal de cuento de hadas con divorcio traumático, el actor que achinaba los ojos y cortaba la respiración en aquella película protofeminista Thelma & Louise –cuando aun éramos generación X– ha reaparecido por videoconferencia, en una lectura benéfica del guion de Aquel excitante curso para la oenegé Core Response. Sus compañeros de reparto –Sean Penn, Julia Roberts, Matthew McConaughey o Morgan Freeman– solo tenían ojos para él y Jennifer Aniston. Y todas quisimos ser esa ex a la que Brad saluda con un “¡Hola, Aniston!”. Ay, ese nombrar por el apellido a la que fue tu mujer durante cinco años, masticando una confianza sexy. Ella le responde: “Estoy bien, cielo. ¿Y tú?”. Aunque en verdad no le llama cielo, sino honey , que suena más a Marvin Gaye, un coqueteo sin necesidad porque ya todo fue dicho.
Ocurre algo parecido en una de las últimas escenas de Historia de un matrimonio , en la que Scarlett Johansson y Adam Driver se reencuentran, él va a recoger al hijo, y, al despedirse, ella le dice: “Espera”, y le ata los cordones de un zapato. Cuánto amor antiguo habita en ese gesto protector que persiste como un viejo tic. La voluntad del cuidado.
El romanticismo social, que sigue impregnando el relato de la felicidad, exige que Brad y Jennifer demuestren una y otra vez que hay amores imborrables, a pesar de haberse fallado mutuamente, adúlteros que un día quebraron la columna vertebral del vínculo, deslumbrados por las burbujas de una nueva pasión.
Regreso a la escena del vídeo de Brad Pitt, parece que acaba de dejar la tabla de surf en el garaje. Y me viene a la memoria aquel Mickey Rourke de mi juventud, con el que coincidí en un hotelito de Miami Beach. Dormíamos puerta con puerta. Él bajaba a desayunar en albornoz, y el último día me dijo “Take care, babe”, estampándome dos besos. Rourke asfixió su belleza desfigurándose, y hoy, fulminado su prestigio erótico, solo puedo mostrar a modo de exotismo la foto de aquel encuentro. Brad, te entrevisto cuando quieras, soy buena escuchadora de fugas. Hagámoslo antes de que el Chanel número 5 te abandone.
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