Esta ración de días viviendo entre el campo y el mar con las puertas abiertas. Sin llave ni de día ni de noche. Escribiendo descalza y en bañador bajo un porche en medio de un viñedo. ¿Te imaginas vivir así todo el año? Las horas marcadas por el rotulador del cielo. Una pomada de sol. Escucha esa voz interior: “Te queda, con suerte, un saquito de años para encontrarle sentidos a la vida y dejar de pensar en lo que te falta y lo que te sobra”. Mi chico permanece mudo. Detesta que le llame así, pero “mi hombre”, excepto en catalán, me suena marujo. Siempre que abro un monólogo me deja hacer. Permanece serio, como si escuchara las noticias. Miro las paredes. Hasta que le pregunto: ¿qué opinas? “Muy bonito, pero ¿de qué vivirías? En invierno esto debe ser bastante inhóspito”. Su losa de sentido común echa a perder la expectativa. Me gustaría provocar. Pero el amor es una larga colección de silencios. Antes me reñía cuando echaba sal a la comida, ya ha dejado de hacerlo, no tanto por desistir del empeño sino porque creo que ahora me quiere más, incluso con el vicio de la sal.
Al atardecer los murciélagos sobrevuelan la cuerda donde tendemos las toallas, a las niñas les excita ese miedo. En Formentera las casas tienen nombre, y esta pasó de ser Casa Valladolid a Villa Calma. Fue un buen cambio. “Creo que el propietario era familia de un exalcalde de Cuenca, se llamaba Valladolid”, me explican los actuales dueños catalanes. Muchos oriundos, además de los que vinieron de la Península en los 50, alquilan sus casonas blancas a los italianos, que este año no han venido en tromba. Son terratenientes rurales acostumbrados a recoger higos con un sombrero de paja más barato del que compran en fila los veraneantes cuando suben al ferry. Llevar capazo de mimbre es un código local. Los logos no pintan nada en la isla, ni los macrocomplejos.
Más de cien días sin copia de seguridad, avisa el dispositivo. Es un ejemplo de vivir a pelo. Ayer me escapé en bici a una cala de Mitjorn: únicamente había una mujer, morena, leía, parecía muy fiable. Cuando levanté la vista del libro se había metido al mar, desnuda. Qué carajo, hice lo mismo. Si esta mujer tan respetable, que podría ser profesora o arquitecta, o igual tiene una mercería y en la trastienda lee libros, lo hace, cómo no voy a secundarla. Mis hijas nunca me lo permitirían. Las cápsulas de soledad deberían ser recetadas durante las vacaciones familiares.
Fue ayer, en el Codol Foradat, la pequeña lo avistó al instante: “Mira mamá”, dijo con una mueca de asco infantil. Solo lo vestía el peinado, rizadito, de banquero. Y la mascarilla. Formentera es una isla libre, nudistas y bikinistas conviven sin pudor. Es un buen marketing. El desnudo trae pureza y un aire más asalvajado, ¿no crees? Mi chico habla: “No me quitaré el bañador”. Abro un libro que se titula como esta sección, La vida lenta , de Abdelá Taia (Cabaret Voltaire) y escucho los crujidos de la buhardilla de la Rue de Turenne, una isla sin cielo donde la anciana madame Marty y Munir –homosexual, marroquí, doctorado en Fragonard– naufragan lentamente, sin nudistas a su alrededor.
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