Ha entrado agosto, el mes en blanco de un año en blanco y negro, y en el mundo enmascarillado se extiende un ansia universal de tirar la toalla. Nos hemos quedado sin contexto, con el ‘yo’ vaciado, y cualquier otra urgencia se empequeñece en este post- estado de alerta. La vida es una compra y venta sin garantía, ni libro de reclamaciones. La maquinaria del mundo se ha ralentizado, decidida a funcionar exclusivamente a “demanda”. Posponer. Cancelar. Todo parece relativo cuando el virus cuestiona la voracidad del mercado, además de poner en suspenso todas las estructuras que cimentan el sistema, desde las aulas a los campos de fútbol, pasando por el turismo, las discotecas, los tan afamados eventos y hasta las celdas.
“No hagas nunca planes, ten proyectos” me aconsejaban de pequeña. “No sabemos nada”, nos decimos. Improvisaremos hasta que llegue la vacuna, y a pesar de que ya no seremos los mismos, regresaremos a algunas viejas costumbres. La pandemia sigue aquí, solo que ahora calza sandalias y se cubre con sombreros panamá. Aquella rutina mainstream, cuando la presencia del otro no era una amenaza sino una necesidad, ha sido reemplazada por una sensación apocalíptica. Pero en este baño de extrañeza en el que incluso echamos de menos las risotadas alemanas en la costa, pujamos por hacer un paréntesis. Desentendernos, enchufar nuestra banda sonora, adormecer al bicho de la incertidumbre. Me detengo en la tan extendida fórmula “me cojo vacaciones”. Disfruto de la expresividad física del verbo, la de agarrar por la cintura o pillar por los cuernos. Qué bien ilustra la vehemencia de querer cambiar de paisaje, aunque solo sea mental. El invento de Henry Ford -que empezó a darles unos días libres a sus empleados en 1914 para que se largaran a algún paseo marítimo, se sintieran cosmopolitas, y a la vuelta se volcaran en el trabajo con ahínco- sigue funcionando, por mucho que entremos en recesión.
Resistir también significa darse un respiro, y que las noticias se lean borrosas. Abandonarse a unas vacaciones españolas, en las que el escapismo chocará a menudo con las tomas de temperatura al entrar en el chiringuito. Y así, embozados en la mascarilla, con gafas de sol y gorra, recordaremos las palabras del sabio Jean de La Bruyère: “conviene reír sin esperar a ser dichoso, no sea que nos sorprenda la muerte sin haber reído”. La Covid ha reforzado la lección del carpe diem. Con las vacaciones agarradas igual que un solo de Coltrane, te dirás: “¡qué les den a todos durante un puñado de días!”, e ingresarás sin fiebre en el paraíso prometido.
La Vanguardia, 3 de Agosto 2020
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