El amor es un quitamiedos. Palpar su envoltorio resulta algo parecido a ponerte una chaquetita cuando refresca y acariciarte los brazos hasta templarte. Es como si todas las vísceras se acomodaran sin dolores ni gruñidos dentro del cuerpo y te permitieran descansar hasta el fondo de las entrañas. No sé si envalentona el amor, porque no busco en él gallardía ni orgullo, pero tiene efectos calmantes ante el mar de incertidumbres que nos cubre ya por la cintura. Qué importan los índices bursátiles, las previsiones del PIB o la mascarilla de tiburones de Fernando Simón cuando entras en la única casa posible para sentirte a salvo.
Y es que, en la nueva anormalidad, el amor cotiza al alza. A dónde acudir si no es a su reino. Las familias se han dado los buenos días y las buenas noches más que nunca. Y los grupos de Whatsapp nos han permitido jugar a Los chiripitifláuticos –absténganse los millennials– y convertirnos en cajas de música que entonan nanas (a mis hijas les cantaba Que será será después de escucharlo en el film de Hitchcock; me pareció una alternativa elegante al Frère Jacques). Hoy seguimos compartiendo el parte diario, y extendemos virtualmente la vaselina del cariño a modo de acompañamiento. El paisaje afectivo de cada uno se ha visto reducido durante la pandemia. “Los que te han llamado o escrito estos días, son los que de verdad cuentan en tu vida”, me dice una amiga. A menudo creemos que hay afectos que no prescriben, como botes de conserva envasados al vacío, inmunes al moho, hasta que su pulpa se hace rancia. Porque el amor es cuidado y consentimiento, es dejar volar y también saber recoger la cometa.
Leo las predicaciones de Arthur Brooks, profesor de liderazgo público en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy y miembro sénior de la Harvard Business School. En este caso la fuente es remarcable, porque no se trata de un gurú espiritual, ni de un poeta. “La forma de combatir el miedo dentro de nosotros es mediante su emoción opuesta, que no es la calma, ni siquiera el valor. Es el amor”, señala, antes de recuperar el pensamiento de Lao Tzu: “mediante el amor uno no tiene miedo”. Pero nuestros estilos de vida han ido soltando amarras: menos compromisos, más soledad, y un combate contra el romanticismo, por habernos hecho perder tantas horas esperando aquella llamada que nunca llegó. Pero, acaso no se trataba de nuestro malentendido con el amor, y era posesión, exclusividad, salvación lo que perseguíamos en lugar de ese sello invisible, libre de franqueo, que va en los sobres que siempre llegan a destino.
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