Le mandé un mensaje a su teléfono, pensando que lo tenía su hija: “Me dice mi hermana que encendamos una vela”. Y me contestó ella, Ivana Markovic, con un hilo de voz, apenas un susurro intercalado por el bip del monitor multiparamétrico al que estaba conectada. “Estoy muy flojita, amiga, pero espero recuperarme bien deprisa”. Sentí cómo un guante de crin y terciopelo me rozaba la cara. Su castellano siempre sonó embravecido, parecía que plantara las palabras, aunque en esta ocasión fluía su silabeo eslavo. Y destilaba una dulzura terminal, más bella por tanto. Llevaba seis meses afrontando un cáncer que al inicio parecía que podría ser atemperado por la ciencia. No fue así. El 10 de abril, Viernes Santo, mientras el mundo estaba confinado, temblando por la Covid-19, caía una noche oscura y helada. Su hija Klea me escribió al día siguiente: “Quería comunicaros que mi querida madre, esta madrugada a las 01.15, se fundió en un abrazo con Dios (…) Mi querida madre, mi mejor amiga, hermana, esta alma dulce y la mujer dragón que todos conocemos se alzó a los cielos como solo ella sabía hacerlo. Y entró en un espacio de luz y de amor, bañada en paz y belleza”. El mensaje de Klea era una tromba de claridad. Y los que fue escribiendo a partir de entonces iban refrendando una certeza: la madre, la que luchó doblando los riñones, exploradora de nuevos mundos, la vida entre mudanzas hurgando en el abismo, estaba en ella.
Ivana tenía una energía faraónica, modales de princesa eslava exiliada, ojos azul Adriático y conversaciones en cinco idiomas. Fue cantante, actriz, periodista, empresaria, guía turística o mayordoma. La extrañeza de la muerte es un clásico. No te avienes al no retorno de aquellos que parecía que siempre avanzarían en paralelo a tu vida. Pero el cáncer deshace el malentendido. He sentido de cerca su pulso. No sé si quienes se han curado viven cada día como el último, pues se trata de un tópico demasiado íntimo para darlo por bueno. Pero su cicatriz es la contraseña para ingresar en una categoría invisible, la de superviviente.
Leo un tuit que el actor Dani Rovira le envía al músico Pau Donés, ambos enfermos de cáncer: “Puedo saber el color del cristal por el que mira Pau, estoy experimentando conexiones que antes pasaba por alto”. Sí, otra manera de mirar. Contienen un gran valor social los mensajes de estos hombres que asumen un combate para el que nadie está preparado y siguen conectados con los suyos, enteros, con mirada sinestésica capaz de escuchar todos los colores de la vida.
Imponente artículo. Gracias por mostrarte así, humanísima, delante de todos. Un abrazo