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Sonreír con los ojos

Hay tres tipos de transeúntes enmascarillados con los que nos cruzamos a diario: los que te escrutan como a un enemigo, quienes te sonríen con los ojos y aquellos que ni miran, ni saben, ni contestan. Los primeros viven con miedo, y lo demuestran recelando del otro: si lleva mascarilla, porque es sospechoso, y si no la lleva, más aún. Puede que padezcan la llamada fiebre de la cabaña , una especie de síndrome de Estocolmo con el espacio que les ha enjaulado dos meses. Lo de fuera es pura incertidumbre, mientras que lo de dentro –los armarios, cajones o las sábanas hechas costumbre– trata de conservar la ilusión de orden. Se muestran huraños, como el preso que sale de primer permiso y a las pocas horas desea regresar a su celda. En su escrupulosa aprensión, no echan de menos el contacto con la piel ajena. Los segundos tal vez sientan miedo, pero no permiten que les agarrote la nuca. Ni se van corriendo al divisar un humanoide con perro en la otra acera, sino que dejan al suyo saludar al tuyo y olisquearle el culo. Los terceros, en cambio, no levantan la vista del teléfono; la vida que empieza a abrir los visillos no les interesa, tampoco los paseos de la tarde que convierten cualquier barrio en una rambla de verano. Avanzan ajenos a las sirenas y a los gritos de las madres, siempre más altos que los de sus críos que glorifican las vacaciones más largas de su vida.

En las panaderías, los transeúntes 1 y los 2 son incompatibles, igual que si hablaran dos lenguas distintas. Pero ambos, con la participación especial de los transeúntes 3, tienen que convivir en una larga cola, una hilera de individuos con mascarilla y guantes que aguardan su turno y mantienen la distancia según el nuevo protocolo. El día alargará los tiempos de espera, obligándonos a pedir cita para arreglar las gafas, y agrandará cualquier miniatura cotidiana hasta el extremo de que pronto empezaremos a prescindir de ellas. Parece como si la nueva normalidad estuviera llamada a someter las pocas fuerzas que les quedaban a los modales. Advierto una pérdida de la cortesía, también de la paciencia, que acabarán reventadas por manadas de transeúntes 1, iracundos e insolidarios, dispuestos a saltarse el turno de la cola, y de transeúntes 3, con los que nunca irá la cosa. Albert Camus, experto en pestes y absurdos, afirmaba que “el alma sosegada es la más firme”. La calma hoy es un bien de primera necesidad, pero hay ratos en que el espejo de la mirada se niega a sonreír con los ojos porque, cubierta por el bozal, del otro lado te llega una mueca con colmillos.

Publicado en La Vanguardia

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