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Oficinas vacías

Qué bienestar me produjo probar la silla de la primera oficina que ocupé y colocar mis cosas en aquellos cajones que olían a nuevos. Se parecía al inicio del curso escolar, cuando nos proyectábamos en las flamantes carpetas, gomas y lápices como garantía de futuro. También recuerdo el sudor frío que me humedecía las manos cada vez que traspasaba el corredor que unía la construcción moderna con el Palauet Casades, sede del Col·legi d’Advocats de Barcelona. En menos de tres minutos, te transportabas al siglo XIX. El despacho del decano era una isla forrada de boisseries y tapices con regias butacas negras. La importancia del cargo se medía por los kilos de caoba, los retratos enmarcados en pan de oro y la cantidad de papeles que cubrían la mesa. Con los años fui entrando y saliendo de los más diversos y anodinos espacios de trabajo: de los cubículos con mampara se pasó a las islas de mesas, salas abiertas con teléfonos fijos tan anacrónicos como las secretarias que aún mandaban las corbatas de su superior al tinte.

Ir a la oficina fue siempre una locución de cuello blanco, pronunciada con un aparente fastidio que en realidad no era sino alivio. El ritual de levantarse cada día y apelotonarse en el metro o el autobús para acudir a un lugar cuya existencia no ha sido cuestionada durante más de un siglo ha perdido hoy su centralidad vital. En los últimos años, con el desarrollo de las llamadas tecnologías de la información y comunicación (TIC), el trabajo se ha convertido en un ente portátil. Los hogares acogen tareas de oficinista mientras un estilo de organización más horizontal y participativa ha favorecido un diseño más relajado de las sedes empresariales. En Silicon Valley animaron incluso a que los empleados llevaran la mascota a la ofi y les proporcionaron un nuevo mobiliario diáfano y sin esquinas donde podrían tumbarse, dueños y perros, en unos balancines para pensar.

La crisis sanitaria ha sustituido las cuatro paredes por el marco de una pantalla y una estantería de fondo –según atestiguan Skype y Zoom, exaltando el poder decorativo de los libros con mayor o menor convicción–. Muchas compañías han comprobado con estupor que la cadena de producción no se ha interrumpido y Twitter ya ha anunciado a sus empleados que pueden seguir teletrabajando “para siempre”. En la era de la virtualidad, el modelo colmena, que por un lado implicaba control y por otro conexión, competitividad, reuniones, brainstormings, fiambreras y rencillas, ha demostrado que también puede ser prescindible, como la propia presencia.

Publicado en La Vanguardia

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