La moda ha sido siempre espejo de importantes tensiones sociales. El triunfo de la cultura de las apariencias redescubre las virtudes y a la vez las carencias de cada época. Por ello, deviene un crisol dinámico que recoge el espíritu del tiempo. Durante las dos grandes guerras su poder transformador se hizo más visible, alterando los códigos de la vestimenta al ritmo de los cambios. La realidad impone la funcionalidad de los pantalones en lugar de los corsés, mientras que la falta de tejidos recorta las faldas. Christian Dior rescatará de la austeridad y la tristeza las avenidas europeas después del armisticio de 1945, tras años de penurias. El uso de vaqueros se extiende tras la guerra de Vietnam y el mayo del 68. Y si bien en la España de la transición regresa el color y las mujeres se enfundan hombreras, la crisis financiera de 2008 trae una moda artificiosa, con botas altas, brillos y cueros, en tanto que las sudaderas con capucha y las sneakers empezaron a homologar las calles del mundo.
Durante la Primera Guerra Mundial, al regresar de permiso los soldados movilizados, ansiosos por reencontrarse con sus mujeres a las que durante tanto tiempo habían añorado –eso sí, vestidas con estampados orientales, sensuales y lujuriosas como las de las postales que mandaban desde el frente-, se encontraban con un escenario bien diferente. Mientras la batalla se alargaba en las trincheras, las mujeres habían empezado a enfundarse los pantalones y monos de trabajo de sus maridos para ir a las fábricas. También se habían hecho trajes con sus abrigos de lana áspera, e incluso se habían calzado sus botas.
La prensa satírica francesa, como La Baionette o Le Canard, ridiculizan las escenas domésticas y el improvisado disfraz de las mujeres, a quien sus esposos apenas reconocen vestidas con su ropa y frunciendo los pantalones a sus cinturas con un cinturón doblemente enrollado. Se trata de un filón para explotar el juego de absurdos que surge entre el terror de las bombas y la sofisticación de la belleza que la alta sociedad no quiere extraviar. Es entonces cuando se estrena en París el ballet Parade de Diaghilev –con vestuario diseñado por Picasso–, causando un gran escándalo. Pero si al principio se criticaban plumas y ornamentos por su aparente frivolidad, al alargarse el conflicto los dardos apuntaron contra aquellas que masculinizaban su imagen aunque fuera para sobrevivir. Son las que conocen de primera mano la libertad picando piedra en las canteras. Por supuesto, también se las acusa de descuidar a sus hijos.
Los corsés se van dejando de lado por ociosos y el utilitarismo enciende la imaginación de dos creadoras: Coco Chanel y Jeanne Lanvin, que toman el relevo de los costureros como Paul Poiret,Patou o Lucien Lelong, obligados a cerrar sus casas de moda. Chanel entiende que hay que cambiar de concepto, empezando por los tejidos. Las industrias que producen lana en el norte de Francia han sido destruidas por los bombardeos, pero en Lyon se sigue fabricando seda, que no resulta demasiado práctica para vestir en los hospitales o transportes, ni para soportar los estragos del invierno en los refugios.
Mademoiselle compra todo el excedente de punto de las fábricas de Rodier –que se utilizaba para la ropa interior masculina– y diseña sus primeros conjuntos de dos piezas de faldas largas pero sin sobrefaldas ni artificios, apenas un ligero bordado y un cuello camisero. La primera vez que aparece el nombre de la diseñadora en Les Élégances Parisiennes, está escrito con dos enes (Channel). Corre 1916, y Chanel ya ha abierto tienda en Biarritz, territorio neutral, de la misma forma que Sonia Delaunay recala en Madrid y abre casa en la calle Columela, fascinada por los tablaos. Lanvin, por su parte, hacia el final de la guerra, propone trajes largos de noche que obtienen el nombre de crinolinas de guerra porque tienen menos metros que los llamados trajes barril.
En 2017, se realizó en la Biblioteca Forney de París una exposición sobre la historia de la moda y de las mujeres durante la Primera Guerra Mundial. Su comisaria, Sophie Kurkjian, explicaba entonces que “el conflicto se convierte en un argumento de marketing para presentar esta nueva silueta que permite una mayor libertad de movimiento para trabajar en hospitales y fábricas. En 1917, el vestido de barril se venderá con el argumento de que usa solo 4,5 metros de tela, en lugar de los 8 del vestido de crinolina”. Lanvin también introduce el efecto de bolsillo y el delantal, ambos indispensables para el trabajo en talleres u hospitales, que ya han sido cosidos por las mujeres al adaptar los trajes de sus maridos.
También hay reacciones en el sector que reclaman una nueva ética, como la lucha de las llamadas pequeñas manos de la alta costura o midinettes, que se declaran en huelga y acaban obteniendo un aumento de salario. El movimiento de la liberación de las mujeres está en marcha.
Curiosamente, un objeto que hasta entonces solo lucían algunas damas de la alta sociedad, el reloj de pulsera, empieza a popularizarse entre los hombres, que hasta entonces usaban relojes de bolsillo. Wilsdorf Davis, Dimier Cie y Rolex habían patentando modelos a principios de siglo que se convierten en un elemento clave para los oficiales que coordinan los movimientos de las tropas en las trincheras.
El final de la Primera Guerra Mundial abre la puerta a los locos años veinte y a la efervescencia del art déco. Diez años más tarde, en 1929, una brutal recesión económica global desencadena lentamente el estallido de la Segunda Guerra Mundial.
A partir de la ocupación alemana en París, las mujeres se hacen artesanas. Las cortinas se convierten en el material más recurrente con el que cosen sus trajes. Se tricota cada vez más, y el general Pétain anima al artesanado a seguir en pie. Las revistas femeninas ofrecen ideas de cómo seguir vistiendo sin pasar por alto el sistema de racionamiento. En Marie-Claire, Le Petit Écho de la Mode o Figaro se ofrecen consejos para hacer vestidos con distintas telas: el reciclaje es el único modo de poder estrenar traje. Los cafés y teatros siguen abiertos, y persiste aún la voluntad de ser elegante. En Londres y París la industria textil ha sido intervenida, desviando sus producciones para los ejércitos. Entonces no se fabricaban mascarillas, guantes y soluciones hidroalcohólicas como han tenido que producir las fábricas de LVMH o L’Oréal en esta crisis sanitaria, sino uniformes toscos y resistentes en verdes y azules, cuyo estilo se extenderá también entre los civiles.
La seda empieza a desaparecer, y el gobierno alemán exige que sea reservada para la fabricación de paracaídas y redes. Pero la imaginación suple siempre la carestía, y muchas mujeres se tiñen las piernas con infusiones de té a fin de imitar la veladura de los deniers. Elisabeth Arden lanza una loción colorante –adelantándose a los autobronceadores- junto a un lápiz negro con el que anima a pintarse una falsa costura en las piernas; se las llama medias líquidas.
Los alemanes quieren uniformizar la calle, otorgarle un aire de gravedad y disciplina. Pero hay resistentes al Régimen de Vichy, son los llamados zazous, amantes del jazz y el swing que toman su apodo de la canción de Cab Calloway, Zah Zuh Zahby. Son aficionados a la ensalada de zanahoria y granadina, llevan el pelo largo a modo de protesta y frecuentan el café Pam Pam en los Campos Elíseos y el Boul’Mich en el Boulevard Saint-Michel. Su atuendo reflejaba un espíritu bohemio y cosmopolita, influenciado por los clubs de Harlem.
Ellos, con chaquetas estilo levita, pantalones fruncidos, paraguas Chamberlain incluso cuando hacía sol; ellas con rouge marcado, faldas cortas y pelo oxigenado. El periódico colaboracionista La Gerbe publicó el 25 de junio de 1942: “Estamos teniendo grandes dificultades para eliminar el veneno del americanismo. Ha entrado en nuestras costumbres, impregnado nuestra civilización. Debemos dedicar nuestros mayores esfuerzos contra estas transgresiones de gusto y porte: el declive de las facultades críticas, las locuras del jazz negro y el swing, el contagio de nuestra juventud por los cócteles estadounidenses”. Los zazous empezaron a ser perseguidos, detenidos e incluso algunos llevados a los campos de concentración. Su estilo pervivió y fue la base del estilo urbano que volvería a representar la protesta en los años 70.
La austeridad caló en los armarios tras la Segunda Guerra Mundial. Apenas había telas, las prendas de inspiración militar aún recordaban los bombardeos, y los atuendos eran austeros: faldas lápiz, bolsos con correa para ir en bicicleta, zapatos de cuña y sombreros, pues cubrirse la cabeza se había convertido en símbolo de resistencia al ocupante.
El 12 de febrero de 1947, en el número 33 de la Avenue Montaigne ocurre un pequeño milagro. La devastación y el conflicto animan a la huelga a más de tres millones de franceses. Es un día gris, frío y en las tiendas de moda apenas hay novedad. A las 10 de la mañana Christian Dior convoca a la prensa para mostrar su colección Corolle, con la intención de hacer revivir una belleza perdida. Las asistentes, ante las faldas de veinte metros de vuelo, iban estirando instintivamente sus trajes cortos hasta las rodillas y exclamaban “es la revolución”.
Nace el llamado New Look, y la prensa del sector resucita, preguntándole al modisto qué ha querido mostrar. Dior anuncia que él quiere ser un vendedor de felicidad a través de sus obras: “esto que ustedes han saludado como un nuevo estilo es la expresión natural y sincera de la moda que deseo: el arte de gustar”. Pamela Churchill asegura que Dior cambia su vida y Nancy Mitford define sus trajes como una “poción mágica”. Entre su público hay muchos ingleses y americanos: Vivian Leigh, Laurence Olivier, Olivia de Havilland… Y Rita Hayworth, que le encarga el vestido de noche que llevará en la gala de presentación de su último film,Gilda. El desfile de Dior es considerado como la primera gran soiréeparisina de posguerra. La señal de una recuperación de la vida artística y mundana.
La Guerra de Vietnam y el movimiento estudiantil de Mayo del 68 rejuvenecen la silueta, la enfundan en unos vaqueros y la espolvorean con pequeñas flores a modo de símbolo pacifista. Las contraculturas van creando tendencias, aunque la moda que nace de la rebeldía se va aburguesando, cada vez más desprovista de su significado original.
En el siglo XXI, tras la crisis financiera de 2008, las grandes firmas se dejan querer por Asia gracias a la fiebre marquista de un sistema basado en la meritocracia y los logos. A las tendencias las socorre el siglo XX: los creadores se inspiran en los archivos, bajo el mandato de reinterpretar los códigos del pasado. Aumentar el ansia de belleza y mantener e incluso disparar las ventas se convierte en la fórmula de los holdings del lujo: pasado, deseo, dinero.
El llamado atleisure convierte las calles y los aeropuertos en una nueva especie de gimnasios. La globalización hace estragos sobreproduciendo prendas insignificantes en valor y estética –sudaderas, gorras y zapatillas deportivas–, e irrumpe el feísmo ante la homologación. En la actualidad, nuestros años 20 parecen estar bien lejos de los flecos y las lentejuelas de las flappers. Tras la irrupción del coronavirus y la crisis que desata, se prevé que serán aún más locos: monos, mascarillas y guantes, prendas distópicas que han llegado para quedarse. Los laboratorios de los creadores, a pesar de los aires de Apocalipsis y de la ruptura del actual modelo, buscan respuestas en tiempos de distancia social donde la ropa se apreciará a dos metros de distancia. ¿Será el futurismo profiláctico la inspiración? ¿Volveremos a Grecia o jugaremos al circo como Galliano en 2009?
Lo escribió Françoise Giroud: “toda moda muere de un asco, nace de un deseo y cristaliza aquello que emociona en la superficie de una sociedad” . Llega la hora de tejidos tecnológicos y reciclados, prendas éticas, más fondo de armario, y bolsos a la cintura –no para llevar la máscara de gas, como en la segunda guerra mundial, sino para dejar las manos libres a fin de poner y quitar la mascarilla–. Aunque esta vez no podremos comprobar la fiabilidad del llamado Lipstick Index, esa romántica idea de Leonard Lauder deconsiderar la barra de labios un indicador económico según el cual, en las crisis, las mujeres se pintan más los labios. Ahora permanecerán tapados. Si googlean fashion mask, les aparecerán mil doscientos millones de entradas, incluidas las de novias con mascarillas de encaje.
Imagen: Harlingue/ Roger Viollet.
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