Cada día, a las ocho y diez de la tarde, al terminar los aplausos, un vecino grita: “Gobierno dimisión”. Ha ido subiendo el tono de señor enfadado hasta estremecer a los niños y a los cachorros del barrio. Como tantos otros ciudadanos indignados, creerá que su petición a pecho descubierto es imprescindible. Que en pleno estado de alarma, exigir que un presidente y sus ministros se vayan a casa escaldados, resulta una idea excelente y responsable. A las nueve, en cambio, oigo sus jadeos; creo que hace pesas en su patio porque él suda por España mientras exige un gobierno de expertos, es decir, de los suyos.
En las bancadas del Congreso hay caras graves, aunque a algunos miembros de la oposición se les escapan muecas de cinismo. Será por inercia, algo parecido a reírse cuando alguien se cae y se rompe la crisma. Las risitas enojan tanto como la frivolidad de aquellos que se van a pasar la Semana Santa al chalet de la playa. La estética de la ética es determinada. Mucho se ha discutido acerca del necesario control al Gobierno, tanto como de la imprescindible unidad que los ciudadanos esperan de nuestros representantes. Porque nada importan las banderas cuando en esta primavera negra el mundo entero es un macrotanatorio. Teníamos tanques, sí, pero nadie pensó en la importancia de poner más camas, más UCI, más respiradores, ni siquiera mi indignado vecino.
La relevancia ha alterado el orden. Seguimos teniendo las neveras llenas gracias a los que se juegan la vida por ello. Llaman a la puerta, desde la ventana veo entrar una capucha y un anorak mojados por la lluvia. Asoma la cara de un hombre, o lo que queda de él, y deposita una bolsa en el portal. En su expresión atisbo temor y resignación. Darwin acuñó la expresión “músculos del sufrimiento” en su etología del sentimiento de pesar, y lo describía así: “Los músculos flácidos; los párpados caídos; la cabeza cuelga sobre el pecho contraído; los labios, las mejillas y la mandíbula interior se hunden por su propio peso. En consecuencia, todos los rasgos están alargados; y del rostro de una persona que escucha malas noticias se dice que cae”.
Esta crisis nos refuerza en la idea de que conformamos un gran patchwork, un tejido humano que defiende la civilización y reivindica el valor de lo público. Una sociedad que no quiere caerse, que doma los músculos del sufrimiento y siente apremio por aprender de los niños, nuestros pequeños dioses que cada día curan del coronavirus a su colección de superhéroes. Nunca había tenido tanto sentido jugar a médicos.
Imagen: Man Ray, A Practical dreamer.
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