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Paternidad cabizbaja

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Era un jefe que necesitaba disfrazar su ineptitud con impostura. Por ello, en su despacho exhibía grandes tomos de las obras de Freud y Nietzsche, él, que no creía en el lenguaje de los sueños ni en los lapsus, y mucho menos en la rueda del eterno retorno. Fanfarrón y temperamental, combinaba rachas iracundas con tandas de guasa. Parecía poderoso, tanto como su barriga, equivalente a una gestación de siete meses aunque carente de latido; en ella había ido depositando la grasa de los años. Su secretaria repetía sin parar la palabra “tentativa” para medio acordar reuniones que él se encargaba de cancelar, de forma que su equipo de altos ejecutivos tenía que estar siempre en modo alerta, o mejor dicho, “de guardia”.

Un viernes en que debía de haber bebido demasiado en la comida, y ni las varitas perfumadas lograban enmascarar el tufo que deja la ceniza fría del habano, improvisó una reunión a las ocho de la tarde. Algunos estaban ya en la carretera, el coche cargado de fin de semana, y tuvieron que dar media vuelta a pesar de la llantina familiar. Otros desoyeron el teléfono. “¿Dónde está Pepe?”, preguntó nada más sentarse y arrellanarse, sacudiéndose de migas la corbata. “Está con su hijo, que mañana hace la primera comunión. Tenían una reunión con el cura”. El jefe inepto se reviró a medida que la sangre, o el alcohol, le subían hasta el flequillo. “¡Pero será cretino ese meapilas! ¿Por qué no manda a su mujer a estas vainas?”. Todos callaron. Sabían que cuando utilizaba la palabra vaina les esperaba una sesión de adoctrinamiento acerca de la masculinidad alfa. En aquella empresa, como en tantas, no estaba permitido que un hombre saliera raudo hacia la escuela porque su hijo se había caído. Es cierto que no estaba escrito en ninguna normativa, pero ay de aquel que se preocupara por una fiebre alta, una varicela o una frustración infantil de esas que nos hacen enmudecer. No sólo sus galones se les caerían, también su virilidad quedaría disminuida.

Un reciente estudio sobre Estereotipos de género en el trabajo, de la Universitat Oberta de Catalunya, de­termina que “las madres se perciben como menos competentes y comprometidas con el trabajo que las no madres y que los hombres con o sin hijos”. Y que los progenitores que cogen permisos largos están muy mal vistos.

Antes se les llamaba calzonazos, y a pesar del enorme progreso social, de la fluidez sexual y la lucha por la igualdad, los padres responsables son todavía unos incomprendidos en el ámbito laboral. Tener un hijo, y mucho más dos, expulsa a las madres de la vida profesional activa, mientras ellos no restan un ­ápice en su entrega al jefecillo de turno que se cree dios. Afirman que es un asunto cultural, pero más bien se trata del histórico miedo del peón al man­damás, incapaz de irse a su hora para disfrutar de sus derechos y cumplir sus responsabilidades paternales. Pero la conciliación ya no sólo es cosa de mujeres.

Imagen: ‘Padre e hijo’, de Yu Hong

Publicado en La Vanguardia

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