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El viaje y la mirada

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Mis primeros trayectos solitarios en coche de línea aún me traen aquella sensación revoltosa de estrenar libertad. Debía de tener 14 años. Mis padres me acompañaban a la estación y mis tíos me recogían a la llegada. No había demasiado margen para descubrir mundo, por eso el trayecto era el verdadero viaje: intentaba escoger bien el asiento, pues lo que en verdad ansiaba era conocer a personas lo suficientemente interesantes para pedirles su dirección y cartearnos. Escribir y recibir cartas constituía entonces mi principal ventana al mundo, un estímulo feroz que me ayudaba a crecer. Cuando el cartero no tenía nada para mí me hundía un poco, algo parecido a sacar una nota mediocre o a quedarte sin helado. En aquel pequeño pueblo de piedra y almendros, las vidas de los otros, ajenos a aquel microcosmos, alimentaban la mía; algo parecido a los amigos virtuales de Facebook, porque a veces me escribía con gente que me era realmente extraña.

En la parada a mitad de camino de los viajes en autocar, al principio me daba vergüenza bajar y me quedaba enroscada en el asiento. Hasta que, tímida y precavida, decidí asomarme al bar de carretera y pedir un trinaranjus. En una ocasión hice una amiga mayor: más de 40 años y mucho misterio. Me contó historias de hombres que apenas entendía; traía un perfume denso y unos ojos perlados de negro. Recuerdo que me hablaba con una suavidad que me adormecía. Sus cartas eran de las más interesantes, hasta que mi madre, a quien le parecía muy rara aquella amistad con una mujer mayor y sola, me tiñó de su aprensión. Aun así, seguí entablando conversación con extraños viajeros. Subí a un coche de caballos junto a una amiga y un tuareg en Marrakech, debatí con  filósofos reciclados en fisioterapeutas en San Francisco, me carteé con una chef belga que conocí en Tokio, desayuné con boxeadores en Miami –incluido Mickey Rourke cuando era guapo– y compartí confesiones en vuelos largos con una bailarina del Bolshói o una norteamericana experta en fraudes bancarios. El viaje empezó a ser una experiencia capaz de cambiar el ánimo y la mirada.

Siempre he pensado que se paladea mejor preparándolo e imaginándolo. Y eso ocurre porque lo entendemos como un trance que significará el encuentro con lo desconocido y lo apasionante, con lo nuevo y lo bello, lo asombroso y admirable.

«Al fin y al cabo, la Tierra está aquí, me pertenece, quiero verla, quiero recorrer desiertos y montañas. La providencia me ha dado unos ojos que quieren ver», decía la enorme viajera Ella Maillart. En cambio, Emily Dickinson emprendió otro tipo de viaje: el interior. Sin moverse apenas de su casa de Amherst, que ha visitado el escritor Eduardo Lago para F&A (pág. 92), fue capaz de entender las más complejas teclas de los sentimientos, componiendo versos y jardines. Viajar es una manera de sentir poder, el mundo extendido a tus pies para que descubras aquello que tan solo puede advertir tu mirada.

Publicado en La Vanguardia

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