A pesar de los halagos que Bette Davis dedicó durante años a Katharine Hepburn, las dos reinas coronadas (por seis Oscar y diecisiete nominaciones entre ambas) del cine clásico norteamericano, siempre fueron rivales. Cate Blanchett le debe a Hepburn, a quien encarnó magistralmente a las órdenes de Scorsese en “El aviador”, su primera estatuilla, y sin embargo siempre ha sido más de Davis, de quien parece suscribir letra por letra aquello de “Hollywood siempre quiso que fuese guapa, pero yo luché por ser real”. Ahí está el quid de esa cuestión tan comentada y viral de las imágenes de sus compañeras embelesadas ante su presencia en ruedas de prensa y alfombras rojas, de Kristen Stewart a Léa Seydoux, pasando por Anne Hathaway, Rooney Mara o Sarah Paulson. No (ad)miran a la actriz, sino a la mujer que no ha dudado jamás en declararse feminista, incluso cuando la etiqueta, anclada en el estereotipo, no cotizaba al alza; a la madre de cuatro hijos –tres naturales y una adoptada, todos en común con el dramaturgo y director teatral Andrew Upton, con quien lleva casada desde 1996– que se afana en conciliar a pesar de rodajes y compromisos; a la estrella que no ha dudado en posar sin maquillaje ni retoques, comprometida con la defensa de la mujer real.
Pero no solo inspira a sus colegas. Aflora un movimiento de adoración a Blanchett, aunque afortunadamente nunca ha sido una it girl. Habituada al traje masculino y al color, ha entendido el vestir frente a los focos como un trabajo, y por ello confía en el clásico traje del poder de Armani, incluso en ser su Embajadora Global de Belleza. Nunca parece bronceada, y practica el humor sobre sí misma. “Para mí, los verdaderos iconos de estilo son siempre esas mujeres que siempre han sido ellas mismas sin pedir perdón, cuya presencia física y su estética está realmente integrada de forma inconsciente en lo que son, y las mujeres que saben que su aspecto no es todo que son, sino solo una extensión de ellas mismas”, ha declarado; una vez más, para descubrirse ante ella.
Es en el andar y en el sentarse, un estar en la vida a gusto, señora de sí misma allí donde vaya, como si estuviera siempre en su casa, libre de servidumbres, donde Cate se hace transparente. Su capacidad de gozar la que la mantiene en la luz, sin quemarse. Versátil y segura, es una actriz que sabe bailar sin apenas moverse. Sonríe, y dicen que si estás a su lado ves una lluvia de estrellas.
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En la Wikipedia dice así: “Màxim Huerta (Utiel, Valencia; 26 de enero de 1971) es un periodista, escritor y político español”. Bastaron siete días, los mismos que dura una gripe, para que este hombre bregado en informativos y shows taquicárdicos, propietario de una mirada oblicua, se hiciera y deshiciera político a causa de la noticia de un fraude fiscal en la senda que abriera su colega Borrell al sentar en un banquillo a Lola Flores. Ahí empezó la crucifixión pecuniaria del artisteo, desangrado por multas e intereses y aduciendo que nunca había sido de matemáticas. Cuántas portadas ha conseguido Hola! con el fin de pagar los fraudes perpetrados por gestores temerarios.
Hace cuatro años fui testigo del flechazo con Pedro Sánchez en una tertulia en el Válgame Dios, un restaurante-lounge cuya propietaria, Beatriz Álvarez, ejerce un protectorado de artistas y gente inspirada, amantes de los gin tonics y la quinoa. Son asiduos Óscar Mariné, Raul del Pozo, Carmen Rigalt, Fernando Grande Marlaska o Pastora Vega. En aquellos días Podemos era un imán en Madrid y paseaba su gallardía de café filosófico. Les propuse llevar a Pedro Sánchez y preguntarle sobre el nuevo socialismo, la cultura y la calle. Luis Arroyo lo convenció. Y dando paso a una pregunta de Màxim, entre el publico, atisbé la sintonía que brotaba entre ellos, selfi incluido. Tenían mucho en común, además de la altura: es difícil saber que están pensando cuando callan.
La cultura del espectáculo durmió feliz la noche del nombramiento. Por fin estaba representada en el corazón del poder. Un ministro pop, afable, inteligente, abierto, escritor leído y viajado, aunque ciertas torres de marfil se estremecieron. “¿A qué jugamos?”, decían algunos intelectuales, “¡qué disparate!”. El flamante servidor público estrenó para la ocasión trajes y zapatos, hasta con la etiqueta. La precipitación siempre nace de una voluntad ilusionada. Llevaba el peso del reto asumido en el rostro; la cuidada barba de dos días, denotando accesibilidad y distensión. Saltó la noticia bomba, y a las nueve horas dimitía, en nombre de su amor por la cultura y su desdén ante la jauría. Hubo cierto desafío y dolor en ese directísimo “y todos lo sabéis”. Olvidaba el aviso de navegantes del impasible Adenauer, que sobrevivió catorce años en el Bundestag: “En política lo importante no es tener razón, sino que se la den a uno”. En la vida pequeña, es mucho más fácil: en el Válgame, el nuevo offMoncloa, ya preparan su come back home.
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