La doctora del centro de salud pública de la calle Segre, en Chamartín, intentó disuadirme: “¿Por qué te operas en Barcelona, si en Madrid hay muy buenos médicos?”. Hasta que su insistencia empezó a resultar improcedente. Me parecía estar hablando con una promotora de marketing para que la gente se arregle los huesos en Madrid; en veinte años no me habían planteado tal dilema, ni con los partos. La política ha entrado en los dispensarios. Tras su empeño en convencerme, me mandó a que me dieran la baja en el centro de mi madre, tal cual. Así que me instalé durante ocho días en Barcelona, mitad turista, mitad paciente. Llovía y las estelades chorreaban entre geranios. En el supermercado atendían pakistaníes; una mamma siciliana y su hijo preparaban pasta al pesto rosso; y los conductores de los Mytaxi que me condujeron por la ciudad eran, sin excepción, magrebíes o asiáticos. Conversé con una asistenta brasileña, y un enfermero malagueño que hablaban un catalán de TV3. En los palmos cotidianos me encontraba con esos otros habitantes fijos de procedencia diversa que hoy conforman la nueva Barcelona. Viven a gusto aquí, me contaban. ¿Inmigrantes? Su patria permanece envasada al vacío.
Por ello celebré que el president Torra, al que en los medios de comunicación ya han llamado fascista, xenófobo, supremacista, gilipollas o muñeco, recurriera a Palau i Fabre para hablar del extranjero que todos llevamos dentro. “Soc d’aquí/soc estranger. Qui no és estranger en algun àmbit? Qui no se sent diferent als altres en algun moment? La consciència de la pròpia estrangeria ens ajuda a empatitzar amb l’altre: el nouvingut, el singular o el divers en algun aspecte de la seva vida”.
Hubo unos años en los que bastaba la coletilla de internacional para sofisticar cualquier oferta, ya fuese la cocina o el simposio. Costumbrismo y complejos fueron barridos en favor de una mundialización que aún parecía la panacea. Hasta que el ciudadano del mundo dejó de ser ideal para convertirse en el resultado de un modelo global único: el económico. En los noventa, pensadores como Ulrich Beck o Roland Robertson desarrollaron el concepto de lo glocal: “pensar globalmente para actuar localmente”. Suena a beneficio generalizado, aunque en la práctica no haya sido ni tan responsable ni tan exitoso y se haya quedado en un pensar a lo grande.
La acusación del supremacismo catalán aumenta de volumen: menos africanos que los españoles, una raza superior… El discurso vende en el resto de España. Hará falta que Torra repita mucho lo de empatizar con el otro, además de aceptar la extranjería, tanto la existencial como la legal, nudo gordiano del engranaje social: esa nueva identidad plural que ha transformado el paisaje humano.
Comentarios