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La masculinidad elástica

BJORKLUND Benjamin - Untitled

Durante un tiempo, los perfumes de hombre destilaban notas intensas y amaderadas, del cuero al cedro, tabaco o pachuli, una poderosa narración olfativa que subrayaba su presencia de forma matérica más que orgánica. Eran olores invasivos, colonizadores, podríamos decir penetrantes, se llamaban Brando, Jacq’s, Brummel… Pero aquello no iba bien. La vieja costumbre de rociarse con agua de colonia causaba estragos –incluso vahídos– en ascensores y oficinas, pues la fragancia varonil de la transición española era una auténtico ambientador de testosterona. Los propios hombres se hartaron de oler a machotes hegemónicos y hallaron una salida en el mundo cítrico, la ­lavanda y el vetiver. Un nuevo orden social redefinía los estilos de la masculinidad: ya no había una sola manera de ser hombre sino muchas.

Fue hace más de 20 años cuando una de las mejores narices del mundo, la de Francis Kurkdjian, revolvió entre aromas de barbería buscando la lavanda mentolada para crear Jean-Paul Gaultier Le Male, uno de los perfumes icónicos en la era ­moderna. “La mujer es más sofisticada, busca seducción y exclusividad en un perfume; el hombre es más simple, quiere oler bien, pero también a macho”, asegura otro grande, Alberto Morillas, que acaba de renovar Aqua di Giò Homme de Armani con un componente llamado calone, que aporta sensación de brisa marina. Una masculinidad más deportiva y menos pomposa ha entrado en la prosopopeya perfumera. Olores a limpio, como CK, aguas de iris ­como la de Prada, o los perfumes niche con neroli identifican un gusto contempo­ráneo.

Los jóvenes han puesto de moda un anacronismo de mi época: décalage, utilizado en el sentido de soltar lastre. De rebajar humos. Además de protagonizar una revolución aromática masculina –de la que otro dinamizador de esta industria, José María Pérez Diestro, afirma que se ha feminizado y enriquecido–, los hombres han optado por aflojar nudos. Y los diseñadores les han ofrecido aquello por lo que tanto habían suspirado: el pantalón de cintura elástica. Su éxito es descomunal, y no sólo en chándales, sino en patrones tradicionales. “El resultado es tan convincente que lo que una vez fue declassé seguramente pronto será de rigor”, aseguraba Luke Leitch en The Economist. Antes, los pantalones masculinos necesitaban una explicación para ser flexibles: pijamas, ropa de deporte, tallas grandes y poco más. Nunca se había relajado tanto el dress code, y no sólo en la nueva política y en las grandes compañías digitales. La aceptación social de las cinturas dúctiles y flojas es a la vez una liberación del viejo disfraz de hombre, impregnado de pachuli, con la nuez anudada y la correa bien prieta, conjurando aquel mandato que tanto daño nos ha hecho a todos: “Sé un hombre”.

Imagen: ‘Untitled’, Benjamin Bjorklund

Publicado en La Vanguardia

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