Le llaman “instinto del nido”; bien lo saben las mujeres embarazadas, y con más intensidad las primerizas. Muda el cuerpo, y lo de antes apenas sirve: ni la ropa, ni las cenas largas, ni la propia casa. Mientras se hace espacio mental, se abren compuertas, se deshacen nudos y se acoge no sólo la idea sino la existencia de vida en el vientre, el mundo sigue agitándose en una pugna encabronada entre buenos y malos, listos y tontos. Pero “¿construiría el pájaro su nido si no tuviera instinto de confianza en el mundo?”, se pregunta Gaston Bachelard en uno de mis libros de cabecera, La poética del espacio. Y concluye que el nido y la casa onírica desconocen la hostilidad del mundo. ¡Ah, los baños de oxitocina de las parejas embarazadas; ah, esa Irene Montero, una de las mejores parlamentarias actuales, preparada y audaz, y ese Pablo Iglesias que levantó cinco millones de votos de la nada con su labia y su coleta! Una estupenda diana que hostigar y acribillar, justo cuando inician un proyecto de vida juntos, y construyen su nido.
El problema es su naturaleza: no se trata de un piso de Entrevías sino una casa en Galapagar, el sumun del glamur, en verdad uno de los pueblos más duros de la sierra madrileña. Me cuentan que allí las chavalas no pueden salir tranquilas de noche porque a menudo hay bronca: comunidades mal integradas y chicos problemáticos. Las urbanizaciones serranas son un formato accesible para la desfondada clase media, parejas jóvenes con moral e hipoteca. Son una réplica rocosa del american way of life, de la piscina del gran Gatsby –como escribía Pedro Vallín– en la era de Netflix. Pero ni siquiera es la piscina, ni el chalet, sino todo aquello que proyecta en el imaginario nacional: la imagen de unos mellizos correteando bajo los pinos, esa estampa de placidez. Cómo van a atreverse esos podemitas, peronistas incluso les llaman, a vivir en plena naturaleza, en una casa con porche al sol, se repite la plaza recalentada por algunos grupos mediáticos con la bilis furibunda.
A pesar de la contemporaneidad de la emergente nueva izquierda, esta es “aún cautiva de su rigidez moral, de su mismo complejo de superioridad, y a veces, incluso, de un puritanismo vicioso”, en palabras de Jordi Gracia (Contra la izquierda, Cuadernos Anagrama). Algunos no permitirán nunca que la izquierda se perfume o tenga propiedades, alardeando de frugalidad, cuando en realidad se debería estar en contra de la pobreza, no de la riqueza. También ha habido territorios de los que ha dimitido a menudo, acusando acartonamiento ideológico. Como la seguridad. O la familia, que ha sido tildada de asunto burguesón. Y luego está la mala conciencia, tan incompatible con el derecho a la felicidad.
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anto desouza