“Richard Gere va a gobernar Cuba” repiten en Miami, donde el humor caribeño ha sido la boya de quienes fueron reducidos a la categoría de gusanos. Así fue recibido Miguel Díaz-Canel entre la diáspora. Con cachondeo y galanura. Un personaje lampeudisano –más de lo mismo pero con mejor bronceado– para los disidentes, aunque sus acólitos lo consideren aperturista. “Un líder efectivo aunque silencioso, en ocasiones con tendencias progresistas” rezaba la parte positiva de su retrato en el New York Times.
Nacido después de Sierra Maestra, pero criado a las faldas de sus padres políticos, canoso prematuramente, con rostro de cantante de boleros y cuerpo de armario, Miguel Díaz-Canel reúne juventud –comparado con sus antecesores– y obediencia. Continuidad para mantener el fuego revolucionario encendido, y hasta chamuscado. Alto, fornido y de gesto serio, bisnieto de asturiano, ha coronado el escalafón con iguales dosis de discreción y de paciencia: miembro del Buró Político del Partido desde mediados de los 90, fue ministro de Educación Superior y vicepresidente del Consejo de Ministros hasta presidir desde hace apenas una semana los consejos de Estado y de Ministros de Cuba.
Tras seis décadas de ‘fidelismo’ y ‘raulismo’, se rompe la dinastía. Este año se suicidó Fidelito, con un pasado ahogado en fugas, y aunque la prole de Raúl sigue en puestos de mando estratégicos, ha ganado el delfín. A Díaz-Canel se le define como un apparátchik clásico, y su retórica caudalosa y plúmbea lo confirma. Cuánto ha cambiado desde su juventud, transcurrida en la provincia de Villa Clara (glorificada por el Che), cuando llevaba melena, escuchaba a los Beatles y apoyaba institucionalmente el centro cultural “El mejunje” y sus espectáculos de travestismo. Tras llegar a primer secretario en la provincia, iba en bicicleta al despacho, eso sí, custodiado surrealmente por dos guardias.
Una incógnita se hace cargo del país, expuesto a las preguntas: ¿tiene sentido el castrismo sin Castros? Dicen de él que sabe escuchar, que tiene un hijo músico en Argentina y asiste a conciertos, que se junta con la clase intelectual y es cercano a los jóvenes. Más caballero que oficial. Pero, ¿a cuántos cubanos les importa a estas alturas la política más que la telenovela o el béisbol? Tal vez se amparen en aquella inspiradísima frase de Cabrera Infante: “hay preguntas que suenan a boleros. Lo que no es grave. Lo grave es cuando también las respuestas suenan a boleros”.
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He vuelto a ver el vídeo de su discurso en la ceremonia de los Globos de oro. Todo en ella es poderoso: su boca, su cuerpo, sus pendientes, sus gafas, sus manos, su seguridad y su energía. A sus 64 años, Oprah es una mujer que respira vitalidad y luce joven. Solo en su voz hay años, en esa ronquera incapaz de disimular el pasado que se fue agarrando a su garganta: hija de madre soltera embarazada a los 14 años, criada por su padre, un extraño y estricto barbero de Tennessee. Pero nacida con don. Con sus discursos remueve sentimientos, ya que sabe modular el tono, al estilo predicador, y sus inflexiones pellizcan la memoria afectiva. En su plató se han confesado grandes estrellas y héroes caídos: de Tom Cruise y sus ridículos saltitos de amor, a Michael Jackson, atrapado en la infancia en Neverland, pasando por Ellen Degeneres, apoyada por mommy Winfrey en su salida del armario.
La historia de Oprah fusiona el sofocante y despiadado deep south de Flannery O’Connor y la magia blanca –populista podría escribirse hoy– de Frank Capra. De vestir sacos de patatas reconvertidos en vestidos por su abuela a ser la única negra con mil millones de dólares en los EEUU. “Quién me iba a decir a mí, nacida en Mississippi en 1954, que estudié en una escuela segregada, que iba a llegar hasta aquí. Una niña pequeña y solitaria, que no recibía mucho amor a pesar de que su familia hizo lo que pudo. No supe lo que era el amor verdadero hasta que os encontré, a mi programa y a vosotros”. Esas palabras, su despedida 25 años en antena, delinean a la perfección el itinerario del héroe popular, que supera toda adversidad para conquistar el éxito que está llamado a alcanzar. Hiperpremiada, con todos los records de la televisión norteamericana y los títulos de mujer más poderosa e influyente del mundo, ha hecho de la confesión de miserias y adicciones una fórmula de éxito, llegando incluso ella misma a airear sus problemas con la báscula y hasta un intento de suicidio adolescente. La periodista Kitty Kelley publicó una biografía no autorizada en la que la describe como “fría y calculadora”. Peccata minuta. ¿No es Oprah una actriz con un Oscar? Ahora se la ha empezado a mirar de otra forma, “al primer nivel” que se dice en los despachos. Y no sería extraño que alcanzara la presidencia un país que no tiene otra mitología que la del show business, y donde los bandazos políticos pueden dar pie a presidentes que tienen sueños y a otros que son terribles pesadillas.
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