Son casi invisibles a pesar de que recojan nuestros calcetines del suelo, enrosquen la tapa del tubo del dentífrico, nos hagan la cama y pasen la bayeta para abrillantar el cuarto que volveremos a desordenar, igual que niños mimados, porque –nos diremos– para eso pagamos el servicio.
A veces nos las cruzamos por los pasillos; nunca esperan un saludo. Son sombras silenciosas que empujan un carro y se arrinconan cuando los huéspedes salen de la habitación. Evitan mirar a los ojos: se han acostumbrado a no ser percibidas, acaso como una pieza más del mobiliario del hotel. En su postura corporal, en sus hombros cargados y en sus manos rotas, hay abatimiento, el precio de saldo que tienen sus vidas, su condición de semiesclavitud.
Muchas de ellas provienen de sectores vulnerables, soportan grandes cargas, y no quieren seguir tentando a su suerte. Se llaman kellys, y no podría haber mayor realismo en abrazar esa contracción abreviada de las que limpian, en anglificarla y ponerle nombre de mujer, porque en verdad son escasos los hombres que trabajan de camareros de piso –excepto en los países árabes, donde los sojuzgados y explotados son paquistaníes o srilankeses–. Cobran entre 1,5 y 2 euros por hacer una habitación, trabajan por obra cerrada: 18 o 26 habitaciones en 8 horas, más piscina y jardín. Sufren accidentes, deben de tolerar situaciones incómodas –no sólo hay un Dominique Strauss-Kahn en el mundo–, saber callar y agachar la cabeza ante la mota de polvo que encuentra la gobernanta. Aún y así representan el 30% del empleo turístico, el último escalón, desprotegidas tras la reforma laboral del 2012, que permite externalizar servicios como la limpieza y pagar muy por debajo de los mínimos que marcan los convenios colectivos. Hará un par de años que se han asociado y su reivindicación hace palidecer a una sociedad que apenas las había mirado. Sus derechos siguen bajo cero: representan la mano de obra barata para un sector boyante, pilar de nuestra economía: habitaciones impolutas a precios competitivos constituyen una señal elocuente, lo mismo que las etiquetas de ropa, de cómo se logra desregularizar el mercado y condenar a la precariedad más lastimera a un colectivo de mujeres que se han convertido en las ultimas parias de nuestro Occidente tan políticamente correcto.
Lucia Berlin, que planchó coladas y fregó suelos ajenos, escribía que no le importaba trabajar como mujer de la limpieza: “Se parece mucho a leer un libro”. Los testimonios de las kellys tienen mala literatura. Porque a medida que se van conociendo sus historias, la obstinación de la patronal y del propio sector en no regularizar su situación resulta más caciquil.
No sólo Amnistía Internacional y otras oenegés claman por sus derechos; debemos hacerlo todos los que alguna vez descansamos en una habitación de hotel, reluciente, con las cortinas echadas.
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