Su padre, fontanero –sin metáforas– del ayuntamiento de Sevilla, a menudo le decía: “niña, no te metas en política”. Triana era un solo de guitarra, el puente ,con sus puestos de pescaíto frito y mojama, aún virgen de ese urbanismo caprichoso que con la Expo quiso ponerle laureles al Guadalquivir. Porque existe una Sevilla literaria y surreal, una Sevilla obrera y flamenca, y una Sevilla sevillí, engominada y engallada, con palacios decadentes donde solo calienta una estufa en el invierno raso. Susana Díaz emergió cual la bisagra dispuesta a renovar el socialismo andaluz desde las manos agrietadas de sus orígenes. Desde la piedad también. Tanto es así que, de joven, Susana fue catequista, en la humilde parroquia de San Joaquín, en El Tardón, el barrio donde se anudó el corazón trianero: de allí proceden estirpes como Los Montoya, Lola Cardona o La Pantoja.
Hay personajes andaluces cuya ascendencia resulta casi religiosa. Yo he visto de qué manera algunas madres le pedían a su ídolo que impusiera la mano al hijo. Susana tiene tirón popular, y dicen que abraza con ahínco. Devota de la Virgen de la Esperanza de Triana y de la del Rocío, cumple con los tópicos: ejemplifica a la perfección el orgullo andaluz, y exhala una autenticidad que es al tiempo su mayor fortaleza y su talón de Aquiles, el motivo de su magnetismo en Andalucía y los prejuicios que despierta en buena parte del resto de España. Una mujer que se pasea con el traje de flamenca por la Feria de Abril, que luce una pulsera verdiblanca en la muñeca –aunque también podría llevarla rojigualda–,forofa del Betis y Morante de la Puebla…”¿Cómo la van a entender catalanes o vascos?, debe pensar Pedro Sánchez.
Para algunos es una política soberbia y sobrevalorada. Comedianta y sentía. Abraza “al pueblo” con una familiaridad gozosa; se escucha al hablar, con una cascada de reiteraciones, y le pone ritmo y suspenso. Pero también tiene colmillo y experiencia, habla alto sin gritar, se apoya en gestos simples, como las manos en posición abierta, y se abre paso con sus haches jondas invocando a “la hente”. “No pienso recortar en mis colegios, en mis hospitales, en mis dependientes” le lanzó a Montoro a santo del déficit autonómico.
La comunidad flagship de los socialistas ha querido olvidar a sus padres políticos, la corrupción y los ERE, confiando en el regazo de Susana, esa chiquilla morena rizada convertida hoy en rubia papisa del Sur.
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Miguel Ángel Revilla es el cuñado de España, el pariente carismático que dice todo lo que piensa y, aún y así, le ha ido muy bien en la vida. Los shares se han disparado durante años con sus artes de justiciero, de azote de las ambiciones de los ricos y poderosos, y tanto le da a Amancio Ortega como Pujol, la austera Merkel, la Iglesia o el Rey. El suyo ha pretendido ser un populismo blanco, el del pepito grillo de las corruptelas y las prebendas. Siempre fue en taxi a palacio. Y eso le dio fama nacional, de tío cojonudo y limpio que ha convertido la Presidencia de Cantabria en un no-lugar austero, sin nada que brille. El lujo le indigna, al igual que la palabra élite: es una aversión visceral sin filtro, hiperbólica. Pero ahí encontró su nicho. El que le ha dado grandes réditos como autor de best sellers. Y una se pregunta quién puede leer un libro de Revilla con tanta melancolía literaria de la buena por resolver, pero la respuesta está aquí: “Nadie es más que nadie” lleva 27 ediciones y 150.000 ejemplares vendidos. Recibe cien cartas al día. Es la Elena Francis de la hipermodernidad populista, el chamán de la España de los aeropuertos desiertos, el imán de la clase media necesitada de nuevos Paco Martínez Soria.
El adjetivo ‘campechano’ celebra la afabilidad y sencillez de la gente llana. Directo, cordial, alérgico a las medias tintas. Así es Revilla, a medio camino entre el profeta y el predicador mediático, anchoas de Santoña incluidas. El presidente cántabro gastó 500.672 euros públicos a lo largo de dos legislaturas en comprar las miles de latas del “caviar de Cantabria” que generosamente regala a todo el que se cruza en su camino, contabilizados al detalle en el epígrafe regalos institucionales. Ese ha sido su exceso, ser el hombre-anuncio de la anchoa cántabra.
“Que yo sea tan querido refleja lo mal que está España” ha declarado en un exceso de modestia que escama al venir de un animal mediático. Sabe mirar a cámara calculando hasta el tiempo de los aplausos para que su guinda dialéctica se oiga alta y clara. Igual que su gusto por los dichos populares o el autoafirmativo índice de su mano derecha. Ya lo advirtió Todorov: “Los populistas (…) quieren que estemos entre nosotros, entre gente parecida, cuando la democracia no es una extensión de la familia o del clan”. Revilla es ese tipo curtido, capaz de arreglar el mundo en un cambio de semáforo, mientras el taxista le lleva a ver al Rey.
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