Siempre hemos convivido con elefantes metidos en la habitación, mirándonos más asustados que nosotros a ellos, simplemente porque ni los vemos. Y, así, no nos resulta extraña esa expresión anglosajona que se utiliza como metáfora de aquello que existe pero hacemos ver que no, sobrevolando el tema, a pesar de su importancia, enorme igual que un paquidermo. Por la razón que sea, nadie está dispuesto a tratarlo. Kevin Simler y Robin Hanson, escritor y doctor en Ciencias Sociales por Caltech, respectivamente, acaban de publicar The elephant in the brain (Oxford University Press), en el que relacionan decisivamente dicha circunstancia con uno de los hechos más importantes –y obvios– en torno a la mente humana: que somos maestros del autoengaño, equipados con un “punto ciego introspectivo” que oculta nuestros motivos más profundos y egoístas, incluso cuando idénticos intereses nos resultan fáciles de detectar en otros. El autofingimiento se apodera de las relaciones sociales hasta el extremo de construirlas. El jarro de verdad parece demasiado frío para uno mismo.
Simler y Hanson detallan esta adaptación evolutiva que hace que nuestro cerebro nos proteja, haciéndonos creer mucho mejores –y desinteresados–, al tiempo que oscurece el miserable egoísmo que domina nuestro comportamiento. De ahí que, en una sociedad huérfana de mitos y dioses, mercantilizada hasta el aburrimiento y clonada con los mismos cafés, tiendas, y ahora bares de cereales, en casi cualquier ciudad del planeta, acoja un ideal y bracee por hallarle un alto sentido a la vida, más allá de lo raro y lo bello que resulta vivirla.
En la actualidad, manadas de elefantes continúan conviviendo a diario con nosotros. Ahí están el abismo de la desigualdad, el galopante acoso escolar, el preocupante despertar de la heroína o el éxodo masivo de jóvenes científicos que aquí son ignorados. Hay auténticas fieras, incluso, que tampoco vemos. Con los juicios de las tramas de corrupción política, hemos atisbado la manera en que se juegan los cuartos los gerifaltes: cómo compadrean y qué trampas urden desde una doble moral, la misma que les hace perdonarse inmediatamente: por un lado roban, por otro se sacrifican por su país con un sueldo ridículo. Esa es la ley, no de la selva, sino del poder, que se ha parasitado en nuestra democracia. La de los fondos reservados, el 3%, las tarjetas black, la financiación ilegal y la contabilidad B. Que el poder corrompe es un hecho aceptado de facto. Acaso su ejercicio agrande aún más ese punto ciego que estudian los científicos, y que produce espejismos, enmascarando la verdad por aniquiladora que sea. Siempre fuimos advertidos del peligro que supone creerse las propias mentiras, pero cabría preguntarse por qué Simler y Hanson –o Lakoff en su día– se empeñan con los elefantes, y no escogen jirafas o pavos reales para embellecer nuestras miserias.
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