Mientras las niñas de su edad se probaban los zapatos de tacón de sus madres, Arantxa entrenaba horas y horas. Con 14 años ya era profesional. Hasta su llegada al circuito femenino, el tenis femenino español vivía del recuerdo de Lilí Álvarez, tres veces finalista de aquellos Wimbledon todavía pulcrísimos de los años 20. La menor –y más brillante– de la saga Sánchez Vicario, en cambio, ganó 29 títulos individuales (14 torneos de Grand Slam), cuatro medallas olímpicas y el Príncipe de Asturias. Lo ganaba todo. Contra superdotadas como ella Navratilova, Chris Evert, Steffi Graf. España entera tiene incrustado su aliento jaleándose a sí misma con aquel “¡vamos!” que arrastraba hasta la extenuación porque ya de pequeña había conocido la soledad de los héroes, la de quienes superan sus propios límites. Estrenó coquetería tras retirarse de la competición. No se la había permitido antes. Se quitó la cinta blanca y declaró: “me retiro para conquistar mi libertad”. Y la vimos rubia, delgada, maquillada, con vestidos y tacones; se nos antojaba disfrazada, casi de boda. Pero ella salía a codazos del molde de rudeza y reivindicaba la feminidad esquinada. Posaba primero con su apuesto hermano Emilio, después con el periodista Joan Vehils, y mientras se alejaba de la familia se casaba con Santacana: el arrebato, la furia del amor, el cheque en blanco. Sánchez Vicario le dio los mejores años de su vida a la raqueta satisfaciendo las expectativas de un exigente círculo, con los sacrificios y lesiones que ello supone. Porque los deportistas icónicos nunca han temido a la derrota, sino a su entorno. Saben que las pistas conducen a los de su raza al oro, mientras que en las calles casi siempre hay algo de basura.
Arantxa es una mujer excepcional, no tan solo por su grandeza como deportista, sino por haberse hecho rica antes de los 30 años. Hay pocas mujeres ricas en el mundo. Son una minoría silenciosa. Las que logran conservar su fortuna tienen fama de avaras alimañas, mientras que las que la pierden son tontas y ciegas, incautas y enamoradas. El amor emborracha, y más cuando apenas has tenido infancia, adolescencia, juventud. Ella restaba los saques de las rivales mientras otros le vaciaban las arcas. En Hola!, usual salvavidas de tanta celebrity en apuros, se declara “dolida, pero fuerte”, y añade: “voy a luchar con todas mis fuerzas por mis hijos y por mí”. Siempre le fueron las bolas largas.
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Neymar tiene alma de rubio, por eso luce un moreno dorado y una fantasiosa peluquería que alterna rizos con navaja, y decolorados con rastas. Su mestizaje también descansa en su patada, que parece de goma o de piedra según se precie, y en su cimbreada cintura de lambadinha. Es una imagen caprichosa la suya, acaso de lo que más se le acusa. Niño mimado, rodeado no solo de la tribu habitual que ronda a las estrellas del balón, sino de una corte a sueldo cuyo trabajo es divertirle, aplaudirle, acompañarle en la grisaille parisina. Esa pandilla de chicos nacidos en la ruas y redimidos por la magia dickensiana del futbol le siguen allá a donde vaya: a una sesión de fotos con Mario Testino, un spot de Nike o Gillette, a bailar en discotecas de París, Londres, Sao Paulo o Ibiza y a jugar por el mundo como una estrella de rock.
Y ahora, la lesión. Cuando un jugador cae y presiente el mal, padece una pequeña muerte y llora. Intuye la oscuridad, la parálisis, la rehabilitación, el mandato parar cuando se es imparable. La cabeza contra el césped, los guantes negros cubriendo las lágrimas, la camilla naranja que se lo lleva herido no solo en el tobillo y en el quinto metatarsiano, sino en el alma. Porque Neymar es ante todo un líder. Lo dicen sus colegas de banquillo. Siempre quiere la pelota. Participar. Sentirse importante. Le acusan de llorón, aunque aguantara tres años detrás de Messi. De su lesión se alimentan los periódicos deportivos y las tertulias. Qué atractivo es criticar al Neymar que cobra más de cuatro mil euros a la hora. “No sabe venderse –me confiesa un antiguo compañero suyo–, es un chico mucho más humilde de lo que aparenta. Él se ve tan capaz, que, en el campo, a veces parece que falte al respeto, pero ¡es tan bueno individualmente!”.
A Neymar, que se fotografía hasta la saciedad e inunda las redes con sus looks, fiestas y viajes, pero le pesa su personaje. Johan Cruyff hablaba, en el caso de los jóvenes cracks, de “desabarajuste”. “De un día a otro pasas de superpobre a superrico ¿Cómo se puede llevar eso mentalmente? Es dificilísimo. Los que dirigen, los presidentes de los clubes y los ejecutivos, no asumen la responsabilidad de protegerles para que se dediquen a jugar al fútbol”, decía el maestro. Neymar llorando es un niño grande. Ahora, médicos y clubes, parisinos, madridistas y culés maldicen o bendicen su quinto metacarpiano, mientras él tratará de aguantar la muerte en vida durante ocho semanas.
Gracias Mallorquinista por la información.