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Ferretería pesada

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Encandiló a sus ciudadanos con un buen repertorio de zapatos: ababuchados, con machas de leopardo o de terciorpelo rojo, aunque enseguida deshizo el malentendido. Ella no era una venerable dama a punto leer una novela costumbrista de George Eliot o acudir a una subasta benéfica, sino una política tenaz, instruida en el gabinete en la sombra de Cameron, diputada en Westminster desde hace más de dos décadas, Ministra de Interior que logró cruzar el umbral del 10 de Downing Street con una suave inclinación de cabeza.

Que tus dos abuelas trabajaran en el servicio doméstico y tu padre fuese pastor de la Iglesia Anglicana tiene que imprimir carácter en la todavía clasista Gran Bretaña. Los tacones que lució nada más hacerse con su escaño, o que eligiera en una entrevista una suscripción vitalicia a Vogue entre aquellas pocas cosas que se llevaría a la proverbial isla desierta, sirvieron para el vermut feminoide. Hasta que el peso del cargo se impuso, y May empezó a calzarse plana, moderó sus rizos y homologó sus trajes chaqueta, eso sí, colgándose unos collares vistosos. Ríete de la clásicas perlitas nacaradas de la Reina Isabel, Jackie o Margaret Thatcher; no, poderosas bolas a modo de los orbes reales adornaron el cuello de quien se ha erigido en la guía de Gran Bretaña en su particular travesía del desierto del Brexit.

La seducción le llega tarde, en plena deseuropeización de las islas. Porque May es ante todo, y según la hemeroteca, la mujer que quiso ser ‘La dama de hierro’. Tuvo que conformarse con ser su secuela. Y no soporta a Thatcher por haber llegado antes. Aún se chafardea sobre su enfado la noche electoral de 1979, cuando se juró a sí misma que haría historia. En verdad, ha sido única mujer en alcanzar el poder –y mantenerlo– en el todavía rancio partido conservador del siglo XXI.

Colecciona recetarios de cocina, lleva treinta y ocho años casada con su marido, Philip May –les presentó Benazir Bhutto en una discoteca para cachorros bien–, y se pone marchosa con el “Dancing Queen”, de ABBA. Siempre correctísima, sin arrogancia aunque con ferretería pesada, es una aleación conservadora que no acaba de cuajar en el tan cosmopolita como ajado Reino Unido, al estilo de sus moquetas. El aislamiento al que voluntariamente se han sometido sus compatriotas es liderado por Miss May, que negocia una soledad a medias, acaso con el regusto de seguir siendo objeto de deseo, igual que un tweed de Saville Row o un perfume de Penhaligon’s.

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Es ese algo marmóreo y opaco, el hielo en las estepas rusas, la blancura gélida cubriendo las malas hierbas que crecen sobre las tumbas de Chéjoy y Mayakovsky en el cementerio de Novodévichi; sí, es el hielo lo que engrandece al personaje de Vladimir Putin, entre la incógnita y el abismo, el mismo que refleja casi tanto hermetismo como poder de autocontrol. No en vano, antes de cocinero mayor del reino, fue espía.

Los hombres que apenas mueven la boca al hablar suelen intimidar. Y la inclinación de Putin al silencio no es espiritual, ni pacífica, sino intimidatoria; el silencio es su principal escuela, además de su escudería. Él es el hombre que surgió del frío, consciente de que los secretos costaban mucho dinero. Criado en una familia humilde de Leningrado –su padre era oficial de la Marina Soviética y su madre obrera en una fábrica–, venció a la grisura y escaló las alturas del aparato comunista gracias a la KGB, que lo reclutó a los veinte años. A día de hoy aún no se ha librado de la máscara de agente: labios finos, ojos azules congelados, y un hablar de ventrílocuo con el que se expresa a la perfección en alemán e ingles. También practica la lucha rusa sambo, judo y kárate; es un tirador experto, amante de la caza mayor; monta a caballo, esquía y hace submarinismo; pilota aviones y coches de carreras. Y para darle un toque excéntrico al retrato robot del perfecto infiltrado, toca el piano y adora la fotografía narcisista.

La lista de damnificados de Putin atestigua su peligrosidad: espías pero también periodistas, opositores y hasta punkis feministas. Y ¿acaso no es el único líder con el que Trump se ha mostrado linsonjero, dispuesto a todo para contagiarse de su masculinidad que no pestañea, tan rusa como una botella de Stolichnaya y una colección de matrioshkas? Putin habita en una de ellas. A veces saca su efigie más grande y su mirada rabiosa, y otras la figurita pequeña, e incluso ensaya alguna sonrisa, como cuando su ministro de Agricultura patinó al anunciar que Rusia exportaría cerdos a la musulmana Indonesia.

Como un zar moderno, ha establecido un estado todopoderoso que regresa al papel de Gran Rusia. Sin el sonrojo ebrio de su antencesor, Borís Yeltsin, ni la honorabilidad de quien se reciclara en modelo de maletas de Louis Vuitton, Mijaíl Gorbachov, ha sacado nuevo brillo al Kremlin. Eso sí, siempre con los puños apretados, ese gesto tan propio de un señor de la guerra.

Publicado en La Vanguardia

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