“¡Yo te amo, oh capital infame!”, escribía Baudelaire. Y narraba la experiencia de mirar sin ver visto, de corromperse dulce y placenteramente, y de sentirse parte de una multitud. “Baudelaire amaba la soledad pero la quería en la multitud” dijo Walter Benjamin sobre el poeta de la ciudad. Su espacio físico nos da contexto y estructura, mientras que los edificios nos orientan, pero también nos transcienden. Se mantienen incólumes, mudando la piel, a pesar de que cambien las personas y sus usos. El poso de su historia dota de un valor añadido, un eco vivencial de aquello que fue, generación tras generación. Recuerdo que las primeras veces que pisé el Cock, me intrigaba que antes hubiera sido un burdel; o que en el altillo del Principito –antes Cine Bogart y originalmente el teatro Salón Madrid – Alfonso XIII disponía de un mirador entre cortinajes para ver el espectáculo con su amante. El morbo convertido en antigüedad se sorbe con delicia.
Esta semana, en Madrid, la cita fue en el antiguo Cine Alba, reciclado después en sala X. De las que más aguantó, acaso porque en los últimos años se convirtiera en una especie de after de la re-movida, aprovechando las sesiones matutinas. Ubicada en una antigua casa-palacio de La Latina, que, en su origen –entre 1913 y 1933–, albergó el diario El Imparcial, ahora se llama Sala Equis. Los dueños del restaurante llamado con el mismo nombre que el viejo rotativo han remodelado el espacio, que deja entrever en sus paredes y techos decorados el aliento artístico e intelectual de aquel Madrid, sin olvidar su côté canalla: en la entrada han instalado una barra con grifería cervecera, y en un rapto de nostalgia han mantenido los carteles artesanales que el propietario de la sala elaboraba para cada proyección. Y así perviven El fontanero, su mujer y otras cosas de meter o Fue a por trabajo y le comieron lo de abajo, como vestigios de aquella pornografía naif y chocarrera. Hoy, en cambio se pueden tomar cañas bajo su lucernario, ante una pantalla sobre la que se proyectan sin sonido films experimentales de Warhol y su factoría. Y, arriba, en lo que fue el palco, pueden beber gin tonics sentados en un patio de 55 butacas y disfrutando de clásicos del estilo Hiroshima mon amour o Dos en la carretera. El talento emergente y los artistas más solicitados no se lo perdieron: Alfonso Bassave, Natalia de Molina, Ana Rujas, Jan Cornet, Nadia de Santiago o Laura Put, los diseñadores de moda Juanjo Oliva y Jeff Bargues, Ernesto Artillo, celebrities juniors e influencers. Y las paredes miraban, aunque la gente creyera que ocurría al revés. Las mismas que, pese a su valor cultural, estuvieron a punto de ser demolidas. Lo impidieron los propietarios y su hoja de servicios: allí se había cocido la mejor sección cultural de la prensa, Los Lunes de El Imparcial, plagada de primeras espadas: Unamuno, Baroja, Azorín, Maeztu, Valle-Inclán, Pardo Bazán…
Permanece la rúbrica de aquel pensamiento de Pavese: “las generaciones no envejecen. Todo joven de cualquier época y civilización tiene las mismas posibilidades de siempre”. Lo demuestra la exposición “La Generación del 87, orígenes y destinos 1987/2017”, que compara las instantáneas que aparecieron en la mítica publicación La Luna de Madrid con nuevas versiones de ‘Los 87 del 87’, un reportaje de retratos que realizó la revista. En aquel tiempo, todos queríamos aprender a ser modernos con La Luna: leer los lagos en el cráneo de Panero o recrearnos las estancias estéticas de Guillermo Pérez Villalta. Le preguntó a Borja Casani, fundador y primer director de la revista si todos eran artistas: “Éramos los amigos del colegio, aún no habíamos empezado a ser artistas. Todo partió de la humillación con la que vivimos la adolescencia en un país aburrido; uno sentía envidia por el mundo. Llegó a mis manos un ejemplar del periódico Village Voice, y aquella fue la primera idea: hacer una revista de lo que estaba ocurriendo, que contrastaba con los periódicos en los inicios de la Transición. La cultura, para ellos, era la recuperación de la generación del 27, y se omitía lo que estaba ocurriendo, no tanto vanguardia, como las nuevas formas de vivir, de salir del agujero”.
Tal número de talentos emergentes, entre artistas, escritores, cineastas, músicos: Rossy De Palma y Martirio, Frederic Amat, Vicente Molina Foix e Ignacio Martínez de Pisón, Agustín Ibarrola, Coque Malla o Eugenia Martínez de Irujo fueron retratados por fotógrafos como Miguel Oriola, Xavier Guardans o José M. Ferrater. El resultado es “un retrato coral de esa generación, de su energía colectiva, sostenido en el tiempo”, como me explica su comisario, Félix Cábez, antes de insistir en “la belleza radiante que persiste en los protagonistas, acrecentada por el tiempo, por una experiencia que puede apreciarse en sus miradas, en sus pieles, y que les muestra orgullosos de lo vivido, pero cargados de futuro”. En sus retratos de ayer y de hoy habita el orgullo y la resistencia. Cuando llamé a Casani, se encontraba lejos de la inauguración en Conde Duque: “estoy sentado en una plaza de Cáceres, tomándome una caña; adoquines y sol”. La excepcionalidad de lo sencillo.
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