Se anuncia bajo la denominación de “moda modesta”, y, en las redes sociales, millones de mujeres etiquetan así sus capas discretas, sus cuellos altos, sus faldas largas, turbantes y velos. Cuenta con dos millones de seguidores en Instagram: celebran las imágenes de mujeres que se maquillan los ojos igual que fanales, las cejas teñidas o tatuadas, pero que se cubren la cabeza. Encarnan la generación M: jóvenes musulmanas nacidas entre 1980 y 2000, que, lejos de sentir su cuerpo encerrado en una cárcel, hacen proselitismo de su hábito, huyen de la sexualización del traje, y por encima de todo defienden el velo. “La moda modesta no significa esconderse, aunque sí ser respetada”, asegura una de sus líderes, Amal Sultan, hija del jefe de la Shell en Pakistán y educada en Europa.
En plena semana de la alta costura, con el Sena desbordado y los grises de los puentes más abrillantados que nunca por el agua, se celebró en el Hotel Crillon la primera edición de la pasarela Modestissime, en la que participó una marca española: Vanderwilde. La moda modesta se erige en tendencia cunado el pudor ha reventado sus costuras. ¿Cómo vamos a acordarnos de aquella expresión, “es muy modosa”, si precisamente fuimos educadas para ser lo contrario que nuestras madres y abuelas? Pero el poder de influencia musulmán se acrecienta –representan el 23% de la población mundial– y bien han aprendido la audacia del mercado: si la moda nos desprecia, vamos a reivindicarla con nuestros códigos y a hacernos con marcas señeras (la familia real de Qatar, dueña de Valentino y Harrod’s). Su auge es imparable: blogs, startups, revistas y los Oriental fashion show se repiten en todo el mundo. La onda púdica abre un capítulo que parece salir de las páginas de “Sumisión”, de Houellebecq. En la novela, las faldas y los vestidos, los traseros y las rodillas, desaparecen de la vista; “se había extendido una nueva prenda, una especie de blusa larga de algodón, hasta medio muslo, que elimina cualquier interés objetivo por los pantalones ceñidos. (…) La contemplación del culo se había vuelto imposible”.
Tal y como Hind Joudar, escritora francesa de origen marroquí, explica a Le Figaro: “la nueva generación lo quiere todo. La religión, la moda, el poder. Pensar que se trata de una regresión pertenece a una visión franco-francesa. Esta tendencia se dirige a todas aquellas que no quieren mostrar su cuerpo. En Francia todo quiere categorizarse”. Por su parte, la organización de Modestissime declara que su objetivo no es otro que “revertir la estigmatización asociada a toda religión”, definiendo la modestia como “un estilo de vida”. Y apelan a la dificultad de las mujeres religiosas –no solo las musulmanas, también muchas judías y cristianas–para encontrar ropa de acuerdo a sus creencias, pero más allá de la túnica y la abaya, afín a las tendencias. Detrás de esta onda expansiva que pretende desdibujar el cuerpo de las mujeres, no por imperativo social sino por elección propia, hay dinero turco y catarí, replicado en la City. ¿Son inseparables el avance islámico y el islamista? Intelectualmente, por supuesto; cultural –y no digamos teológicamente– es mucho más difícil. Lo trascendental, apuntaba Houellbecq, es el crecimiento en términos demográficos y de poder de lo musulmán a lo largo y ancho de Europa. En pocos meses, las revistas Vogue y Harper´s Bazaar han cubierto las cabezas de sus modelos de portada con capas suaves, más velo que capucha, y S Moda eligió a la modelo Halima Aden, americana de origen somalí, que solo posa y desfila con hiyabs sofisticados, algunos parecen tocados a lo Carmen Miranda.
En la corte parisina de la alta moda, el tiempo transcurre lento. En el Gran Palais llegaba al público el olor de las rosas blancas, perladas de gotas, que formaban el locus amoenus interior que levantó Chanel, con fontaine incluida. Un paraíso tan bello como apacible, al modo de los jardines franceses del siglo XVII. Por él no desfilaban modelos, sino hadas engalanadas con plumas de avestruz y volantes de muselina. Karl Lagerlfed, 84 años, el creador que lo ha reinventado todo, con su barba cana y paso corto, no escondía su edad. Romanticismo clásico, volúmenes flotantes, colores pastel, artesanado excepcional, rosas y tweeds con lamparazos de rock y brillo millennial. Armani, 83 años, fiel a si mismo, enchufaba los violines eléctricos de Vangelis y se pertrechaba en su sastrería estampada con los colores de las nubes. Alta costura cada vez más pret-à-porter. Trajes imposibles para mujeres inexistentes. Excelsas filigranas de los artesanos de Francia que desde hace siglos bordan y persiguen pacientemente la belleza. Falta de riesgo, criticaban las cronistas. Hay que encontrarle sentido a uno de los oficios más vetustos del mundo. Los defensores de la moda púdica demuestran su empuje a la vez que las actrices francesas se rebelan contra el puritanismo yanqui, mezclando churras con merinas: seducción y abuso, incordio y sometimiento… Todo eso se escuchaba en París, en la semana de la costura, mientras cerraban los puentes y el río escupía su baba blanca y rizada, más salvaje que la espuma de la moda.
Comentarios