¿Quién no se ha sentido ridículo confirmando su propia identidad y teniendo que interpretar unas letras retorcidas y distorsionadas que deben de hacer las delicias de algún psicópata?
No sólo nos piden nuestros datos personales, que se desploman indefectiblemente al terminar de cumplimentar el formulario online porque se ha agotado el tiempo o la contraseña no es segura, también nos preguntan el nombre de pila de nuestra abuela a fin de demostrar que somos nosotros y no unos suplantadores. E incluso nos bloquean la entrada a nuestro buzón de correo como si nos prohibieran entrar en nuestra propia casa, porque sospechan que cualquier desaprensivo, o tu mismísimo marido, vete tu a saber, han querido fisgar en tu bandeja de entrada, hoy un delito parecido a hurgar en los cajones de la ropa interior ajena.
Sin embargo, la porosidad de la red es escandalosa. El tráfico de datos –y hasta el robo, como hemos visto esta semana con la supuesta oferta de una cuenta prémium de Spotify, que era en realidad un timo– pretende hacerse con el alma de todo aquel que clique. Lo ha declarado el presidente ejecutivo de Telefónica, José María Álvarez-Pallete: “Los datos son el petróleo del siglo XXI”. Además de suponer la materia prima del negocio, necesitan ser refinados para cotizar, igual que el crudo. Alphabet, la multinacional que engloba Google, Amazon, Apple, Facebook y Microsoft, las cinco compañías más valiosas, no hace más que multiplicar beneficios: juntas sumaron 20.130 millones de euros durante el primer cuatrimestre del 2017.
A pesar de su inmaterialidad, ya no hay plan de negocio que no incluya el estudio de datos. En este Gran Hermano panóptico, un ojo informático escruta cada uno de nuestros clics persiguiendo nuestro perfil de consumidor. Y le sigue una insidiosa persecución virtual mientras asistimos impertérritos a las propuestas que nos lanzan los algoritmos y que oscilan entre las ofertas de balneario o los milagrosos alargamientos de pene. Pero, ¿por qué seguimos considerando un acto privado el de navegar por internet, e incluso el de escribir correos donde damos rienda suelta a nuestra naturaleza confesional, al estilo de las viejas cartas? Narcisistas redomados, nos permitimos exhibirnos sin cautela aunque simultáneamente glorifiquemos nuestra privacidad.
Las empresas cruzan millones de datos para establecer tendencias y predicciones, patrones de comportamiento e indicadores de consumo. Datos, inteligencia artificial y tecnología conforman el futuro digital, que de humano sólo tiene los dedos. La banca, la información o la moda triplican sus presupuestos online: ahí está el nuevo mundo, el que se desviste de materialidad y ya no abre enciclopedias ni escribe diarios. Los secretos ya no existen: nuestro punto débil se ha convertido en la gran fortaleza del big data.
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