Hace unas semanas, en la presentación de un libro, el director de un periódico digital me saludó con dos besos y a la vez posó su mano en mi rodilla. Estábamos sentados uno al lado del otro, y su gesto no fue propio de un sobón. Nada que ver con esos señores que al despedirse te cogen por la cintura con rumba en el cuerpo, o te estrujan como si acabaras de llegar de la Luna. Lo primero que pensé fue decirle “Me too”, pero la prudencia me contuvo: tal vez no hubiera entendido la broma. Porque a nuestro alrededor, y no sólo en el telediario, se ha extendido un clima de alerta que algunos quieren entender como la imposición de un nuevo protocolo de las relaciones sociales entre hombres y mujeres. Los hay que reclaman con ironía un nuevo manual, “para no meter la pata”. “Nos quedaremos sin hombres”, dicen las más alarmadas. Algunos se cuestionan la frivolidad de señalar en las redes a un acosador sexual y se interrogan sobre la credibilidad de algunas mujeres, “cuatro pelanduscas y oportunistas”. Mi colega Chus confiesa que sufre en el metro cuando va apretadísimo, y piensa en lo mal que deben de sentirse algunos hombres, en la incomodidad que hoy les habita. Los mismos que hace cuatro días se sentaban de forma que el mundo cabía entre sus piernas.
El debate se extiende a partir del manifiesto de las cien francesas que se han plantado frente al puritanismo de las norteamericanas, según ellas: una colección de pánfilas que no saben aguantar ni disfrutar de las importunidades masculinas. En cambio, minimizan la denuncia de violaciones y acosos reproducidos en todas las esferas. En su lugar se quedan en la anécdota: “…ellos sólo se equivocaron al tocar una rodilla, tratar de robar un beso, hablar sobre cosas ‘íntimas’ en una cena de negocios, o enviar mensajes sexualmente explícitos a una mujer que no se sintió atraída por el otro”, escriben y se refieren a una caza de brujas. Las señoras Deneuve y Millet encabezan su particular basta ya políticamente incorrecto. Están bien autorizadas: la señora Millet vendió más de tres millones de libros relatando sus prácticas sexuales con más de 150 personas a la vez. Es un as de las relaciones de todo tipo. A la diosa Deneuve, la entrevisté en una buhardilla del hotel Orfila de Madrid y lo envolvió todo de un hielo azul y una carcajada ronca. Ellas y sus 98 compatriotas apelan al derecho a la importunidad como parte del flirteo sexual. Pero implícitamente lo hacen al derecho a humillar. A mí me hacen pensar en esos tipos torpes, pesados, molestos que acaban hundiéndose a sí mismos. Porque la seducción es un baile que no entiende de presión ni de roces bruscos. Ni de abuso de poder, dolor o sometimiento. Es alegría y placer. Y eso no aparece en el relato de las denuncias. Querer deslegitimar la confesión pública y valiente de muchas mujeres cuyo silencio ha conformado un buen ladrillo del techo de cristal es un pésimo esnobismo.
Es que aquí concurren dos realidades muy diferentes, famosas por opuestas precisamente en ese rubro. Dos grupos de expresión que llevan toda la razón en sus proclamas, y que no se anulan ni se superponen por la sencilla razón de que pertenecen a dos realidades tan diferentes que casi configuran dos dimensiones irreconciliables, intangibles.
Es curioso, lo primero que pensé desde antes de este manifiesto de damas mucho más cercanas a mi ideario cultural, de reinvindicaciones vanguardistas, del más amplio espectro de libertad individual, pero sobre todo del derecho a la exploración sin límites del erotismo personal, del interés por el hedonismo, de la incursión de la levedad del ser y de la catarsis lúdica en el peso de la vida cotidiana, fue ¿qué pensarán mis conocidas franchutes sobre esta exposición pública, ora en modo de denuncia ora de diatriba, de la vieja y paradigmática diferencia característica entre son dos ejemplos de democracia y de progreso en el mundo, los franceses y los norteamericanos, centrados precisamente en el recato y la virtud forjada por los luteranos y calvinistas del tipo de los Cuáqueros Penn y Silvania vs. el placer y la iconoclasia gala post Victor Hugo y descendiente de aquellos perversos católicos vencedores sobre los puritanos Cátaros ?
Primer ausculté la temperatura preguntando a dos amigas cuyo feminismo no sólo está fuera de duda sino que casi está fuera de sus agendas por el ambiente que han creado alrededor, y como esperaba usaron un tono algo sobrado y ciertamente con las norteamericanas. Luego salió este manifiesto.
Pero claro, las realidades de la sociedad francesa, parisina sobre todo, la crianza de los niños, de los derechos que les asisten desde la cuna a la más insignificante queja, reclamo, ora de espaldas al analista en el diván, como de cara al poder en la Bastilla, no son ni remotamente los resortes y mecanismos de respuesta con que fue dotada una muchacha criada en Wisconsin frente a la grosería suprema de los muchachos criados en Wichita, y a la mirada culposa de toda esa sociedad rebosante de parafilias a quien ejerce una queja por algo inferior a un balazo en la pelvis; aunque hayan proliferado como chinos en la era Ming los “Suits” o querellas frente al más mínimo desacuerdo, o precisamente por ello.
A ambos grupos les asiste la razón, su porción de razón, y en ambos casos son voces autorizadas. Acaso lo que le haya sobrado al manifiesto de “Belle de jour” y compañía es la falta de empatía y la comprensión precisamente de que para que la sociedad norteamericana viva con misma naturalidad y sobre todo igualdad el disfrute de su sexualidad que la francesa, no desde la catarata de la lívido reprimida sino desde la exploración y la construcción del deseo, o bien habría que poder ir al pasado o al futuro, o lo que es más realista y probable: que aquellos que creamos que de alguna manera la justicia, el bien, la equidad nos hará además de más libres, también más felices a todos, seamos solidarios con quienes están derribando muros que tal vez en nuestras vidas ya fueron derribados por otros que os precedieron, y que seguro que habrían mostrado mayor simpatía por Bill Kill y compañía.