“Madrid no tiene olor”. Lo afirma uno de los mejores perfumistas del mundo, Alberto Morillas, sevillano emigrado a Suiza cuando era niño, a quien empezaron a interesarle los olores sintéticos cuando, de estudiante, leyó una entrevista con Jean-Paul Guerlain y descubrió que el perfume era una creación dispuesta a ennoblecer y purificar, a defender y reafirmar, a elegir un halo aromático a modo de huella fragante. El perfume es un mundo. Acerca y distancia. Representa una gran esfera de significados simbólicos, despegados de la materialidad, que, según teorizaba Montaigne, afinan el espíritu e inducen a la contemplación. Su valencia originaria constituye un escudo, un abrazo invisible alrededor del yo, de ahí que aplicarse una gotas de agua de colonia constituya un gesto universal imperecedero, detrás del cual ha evolucionado una industria ambiciosa desde siglo y medio.
Vanguardista y disruptivo gracias a creaciones como CK One, la mejor destilación del espíritu unisex –ahora le llaman fluidez sexual– en un frasco, y de Armani Absolu, Morillas posee una taxonomía olfativa de cada ciudad. Asegura que Nueva York huele a comida basura, a chucrut y a hot dog, pero también a caramelo y gofre, y sobre todo a mar. Asocia Cádiz con el pescaíto frito, el coco, arena y agua. París, dice, desprende olor a marisquería: ostras y coquillas aventadas por el viento de Normandía, que trae una bofetada atlántica. “Londres huele a cerveza y al Támesis. Sevilla posee notas minerales, la calidez de la cal, cera, y excrementos de caballo”.
¿Y Barcelona?, le pregunto. Y el alquimista hace un silencio: “Tiene un aroma más sofisticado, mecido por el viento que circula entre el mar y la montaña”.
Todas las ciudades despliegan un mapa oloroso que hace crecer su alma –ahora le llaman energía–, y en algunas han surgido ya recorridos aromáticos. Smellwalks los ha titulado la artista Kate McLean, empeñada en cartografiarlas con su nariz. Porque el olfato es el sentido más estrechamente vinculado al contexto en el cual se percibe, y a la experiencia. Por eso permanecen intactos los olores de la infancia. Especias, cuero, pino, leña, incienso, azufre, grasa quemada, cloaca… buenos y malos olores conviven en las ciudades, emanados por sus glándulas internas. Y su resultado sirve de diagnóstico, igual que aliento humano. Morillas achaca ese no olor de Madrid a una falta de identidad, que a la vez es su señuelo, mientras argumenta que la sofisticación de Barcelona se humaniza con la salinidad del Mediterráneo. Pero los olores son transitivos. Contemplo las imágenes de los vecinos del Fòrum con mascarillas para protegerse del hedor residual, y pienso que no hay forma más humillante de desvestirte de tu identidad que robarte el olor de tu calle, incluso de tu ciudad.
Ojalá oliera a Romero
Que grande seria!