La terminal de llegadas del aeropuerto parisino de Orly está sucia y huele a tabaco. Custodian sus puertas hileras de hombres que ríen chistosos para venderte un transfer en coche privado o moto al centro. Uno se presenta, es Hervé, y me ofrece un casco de motorista. Le pregunto cuánto cuesta la carrera hasta el Louvre: “Lo que tú quieras, chérie”. Muestra un reluciente diente de oro. Pienso en Pedro Navaja; también en el resquemor que producen estos tipos confianzudos, por denominarlos de alguna manera. Caos y mugre. Afortunadamente he llamado a un taxista portugués, que no es iracundo como los parisinos ni bizarro como los marselleses y derrama en el coche un reguero de saudade. “París se ha convertido en una ciudad sin ley”, me cuenta João. “No hay controles visibles de seguridad en Orly, sales del avión y campas a tus anchas”. Así es. En Opéra y en Montmartre se multiplican los clochards globales: desplazados sirios, sudaneses, somalíes o eritreos. Al lado de mi hotel, una pareja pide limosna sobre cartones, con quien parece ser su hijo. Una mujer le da una baguette. Las miserias propias se juzgan con mucha más benevolencia.
Sobrevuela las calles un sentimiento de impasse, una sensación de desgobernanza. El sol ensucia. Los parisinos andan agitados, parecen haber tenido que cerrar los ojos para decir: “Todo a Macron”. Ahora les sudan las manos. Su chovinismo se lame las heridas, lo nunca visto: los franceses echando pestes de sí mismos. Macron, superdotado, joven, con una amplia cultura filosófica, banquero y superliberal, pianista y poeta, lector de René Char y defensor de que el país funcione igual que una start-up. Romántico y financiero. Cauto y atrevido. Ha levantado un viento a lo Obama. Fue alumno y colaborador del filósofo Paul Ricoeur, y dijo del gran maestro: “Tenía la idea de que somos enanos sobre los hombros de gigantes”. Se refería al trabajo de compendiar a grandes pensadores. Pero aquella, afirmó, fue su escuela de pensamiento y de vida.
Francia acaba de entregarle las llaves de la República. Junto a su mujer, Brigitte Trogneux, siempre sonríe. Las fauces de Marine Le Pen ya no se sienten afiladas, por mucho que el antieuropeísmo lata como un mal dolor de cabeza. La formación de su Gobierno ha marcado ya el ritmo de su marcha. Gestos equilibrados: ministros de cuatro partidos, paritario, con apuestas creativas –una torera o un genio matemático–, más cuatro solventes exministros. Su personalidad tan colorida ha enganchado a una ciudadanía que ha tenido que rebajar humos y cambiarle el paso al país. El siempre ingenioso Sacha Guitry decía: “Ser parisino no significa haber nacido en París, sino renacer allí”. Por ello, un París sin brillo no parece París. Emmanuel Macron, a un paso de convertirse en santón, aún no ha agarrado el trapo para sacar lustre a la grandeur. Deberá frotar mucho, ahora que no es enano, sino gigante.
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