Los colores suscitan emociones, influyen no sólo en el ánimo, sino en la composición del marco mental que nos hacemos acerca de lugares o personas, y según Goethe –que soñaba con ser pintor– poseen un efecto sensible-moral: no se viste a los bebés de negro ni las novias se casan de rojo, al tiempo que las tiendas de lujo reniegan del verde menta, un color más eficaz en el supermercado. La carga histórica y semántica se incrusta a la tonalidad: Judas vestía una túnica amarilla, yellow también significa cobarde y, en Francia, a la risa falsa se la denomina risa amarilla. La advertencia se sigue señalando en dicho color: hace años distinguía a los judíos o las madres solteras a fin de segregarlos, mientras que hoy es el color de los chalecos fluorescentes en la carretera. Por el contrario, el color tradicional de la pureza, el blanco, ha ampliado su campo de identificación y ahora representa tanto modernidad como perfección, lujo y calidad.
“Definir el color no es un ejercicio fácil”, asegura el historiador francés Michel Pastoureau, experto en colores y símbolos, que explica cómo los significados no sólo han ido variando a través de épocas y sociedades, sino que delimitan fronteras culturales. El luto, por ejemplo, se viste de negro en todo Occidente, mientras en Sudáfrica se identifica con el rojo, en Egipto con el amarillo, con el marrón en India o en China con el blanco. Neurólogos y antropólogos han estudiado las emociones que suscitan los colores y que se encuadran en dos grupos: “cálido/frío”, “activo/pasivo” o “pesado/ligero”, que son reactivas, innatas e independientes de factores como la nacionalidad o el nivel de formación y, por otro lado, la respuesta emocional del “gusta/no gusta” que pertenece a las llamadas preferencias –debido a su carácter reflexivo– que dependen del contexto y la experiencia previa del observador con los estímulos cromáticos.
En su recién publicado Los colores de nuestros recuerdos (Periférica), Pastoureau rememora un episodio de su juventud que tiene mucho que ver: enero de 1961, dos compañeras de instituto –de 11 y 14 años– son expulsadas durante una semana por vestir pantalones, prohibidos entonces a las féminas salvo en días de mucho frío. Lo hacía, y no se trataba de vaqueros, vetados por considerarse indecentes. ¿Qué podían tener sus pantalones para merecer tal castigo? Su color. “¡Nada de rojo en un centro escolar de la República Francesa!”, escribe. Han pasado cincuenta y seis años, pero los colores siguen dividiendo. En España, el sentido de la palabra rojo aún produce a la derechona síntomas parecidos a los de la hernia de hiato.
El rojo se asocia con fuego y pasión, acción, fuerza y poder, pero también con peligro, sangre y guerra. Por ello, el espinoso escarlata de la rosa socialista, tras las primarias del PSOE, nos devuelve aquella pregunta de aquel pintor frustrado que fue Goethe: “¿Un vestido rojo sigue siendo rojo cuando nadie lo mira?”.
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