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Miradas cruzadas

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Hay días en que no se tiene cuerpo para interactuar. Las miradas ajenas te ponen en guardia y sientes que te escudriñan desde el filo de la navaja. O te ven demasiado, o eres invisible. Son días en que te disgusta la gente, en general y en particular: desde el guardia de seguridad que te pide el DNI mirándote los pies hasta el taxista que no responde a tus buenos días. Desconfías de la humanidad y recuerdas aquellas palabras ácidas del viejo Canetti: “Presta atención al latido del corazón de los otros. Están tan lejos”. Hace un par de meses tuve que ir al hospital, y la enfermera-recepcionista estaba muy ocupada al teléfono. No sólo me ignoraba, sino que empecé a sospechar que me tomaba a chanza: cogía una y otra llamada mientras a mí me temblaban las piernas pensando en el mal que podía rondarme. Mi bordería llegó a su más elevada cota cuando por fin me atendió: “Todos nos moriremos algún día”, le solté. A lo que respondió muy profesional: “Por supuesto”.

Pienso en las miradas cruzadas en el espacio público. Respondemos a ellas con seriedad o indiferencia; ese mirar de soslayo en el que se activa la precaución o el blindaje. A menudo me pregunto por qué no suavizamos el contacto visual en las ciudades, mucho más tenso que en los pueblos. Han sido necesarias varias arrugas para darme cuenta de que durante años he mirado a los desconocidos, en especial a los hombres, como si fueran figuras de piedra, con lejanía y desentendimiento. Nada humano me resulta ajeno, decía el filósofo, pero la convención social prescribe corrección y protección, además de evitar malentendidos: sonreír y fijar la mirada en un señor suele ser indicativo de flirteo. Acaso por ello las mujeres que mandan en el mundo han superado la edad de reproducir, adelgazadas ya sus competencias sexuales, y pueden mantenerle la mirada a un varón sin sospecha alguna.

Existe en la proverbial amabilidad norteamericana un pasado de generaciones de inmigrantes que, ante la dificultad de hacerse entender, sonreían; una forma simple de unirse socialmente. Se ha comprobado que la expresividad emocional se relaciona con la diversidad, aunque, en determinadas culturas, que alguien te mire con una sonrisa resulta embarazoso. Leo en The Atlantic que un finlandés, cuando alguien le sonríe por la calle, maneja tres hipótesis: 1) está bebido, 2) está loco, y 3) es estadounidense. Y resulta inaudito que le temamos tanto a una sonrisa forastera como a un tirón de bolso. La torpeza social muta hoy en fobia, pero sólo en el plano real. En el virtual somos ideales, divertidos y expresivos a más no poder. Sonrisas, besos y corazones a golpe de dibujín. Nunca se habían regalado tantas sonrisas a desconocidos.

Publicado en La Vanguardia

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