Excavadoras y volquetes que perforan y trasladan la tierra junto a enormes grúas que levantan escombros conforman un paisaje permanente. Miras a cualquier lado y ves un dinosaurio de mecano rodeado de tierra removida. Las máquinas trabajan siete días, veinticuatro horas, en el desierto o en la estepa, donde apenas había nada hace treinta, veinte años y ahora, con la voracidad acuciante del dinero, se levantan cimientos, se tienden kilos de cables y se remozan las paredes entre las que algún día se cocinaron legumbres. Perforar el suelo para plantar las raíces de un nuevo mundo.
Las máquinas se detienen a la hora de cenar, y por un instante pienso en la delicadeza de quien ha pautado el horario: la gente se acuesta con la ilusión de la calma, excepto los noctámbulos que a partir de medianoche volcarán sus remordimientos contra la chicharra metálica hasta que se acostumbren al ruido, a su repetición implacable, al círculo continuo, por turnos. Son nepalíes, indios, srilankeses y paquistaníes cubiertos por pañuelo en la cabeza y un mono de color marrón, de la misma gama que la arena y el ladrillo que colocan. Algunos, en sus países de origen, estudiaron para contables, trabajaron como enfermeros o puede que pasaran por la cárcel, pero no tenían trabajo. En su nueva vida, ocupada en levantar las torres de cristal firmadas por afamados arquitectos Pritzker, sólo son obreros invisibles. Hace un par de siglos, inmigrantes irlandeses, polacos, alemanes o noruegos dieron forma al nuevo mundo de entonces, Norteamérica, y aunque legalmente no lo fuesen, lo construyeron igual que esclavos. Galeano escribió hace ya años que “el dinero viaja sin aduanas ni problemas; lo reciben besos y flores y sones de trompetas. Los trabajadores que emigran, en cambio, emprenden una odisea que a veces termina en las profundidades del mar Mediterráneo o del mar Caribe, o en los pedregales del río Bravo”.
Otros, en la actualidad, atraviesan las desérticas arenas del golfo Pérsico.
Allí, en Oriente, se erige hoy un orden basado en el management de la excelencia; un mundo de cinco estrellas y cartón piedra, se dice, salpicado de parques temáticos con arcos de herradura y ventanas ojivales que dentro de un par de décadas envejecerán como todo lo nuevo. Se rigen por grandes inversiones, un absoluto control, seguridad y orden, ambición y un soplo de occidentalización. Los centros comerciales representan la joya de la corona, la feria donde todas las marcas internacionales se dejan querer. Los suelos rabian de novedad, brillan como espejos. Un pequeño hombre asiático pasa una mopa mecánicamente sobre ellos. En los baños, dos mujeres africanas entran a limpiar cada vez que sale una clienta, lo hacen con profesionalidad y guantes, no hay lugar para la lástima. Meados y perfumes. Y pienso en la historia que podrían contar todos los parias invisibles que construyen los nuevos mundos, como una huida hacia delante, hasta desollarse las manos.
Comentarios