Demasiado a menudo voy con prisas. Es uno de mis yos que más me desagradan, pero hay días en que las cosas sólo caben a presión y corriendo. La gente apresurada no mira ni ve, sólo piensa en llegar, tropieza, te embiste con su mochila, interrumpe, se cuela, le pregunta al que te está atendiendo investida por la superioridad que otorga la urgencia desesperada. También suele resoplar de frustración, exagerando la falta de aire, el entrecejo fruncido, la boca abierta, un tanto alelada, o todo lo contrario, furiosa y sumando un caso más a la epidemia de bruxismo que asola el mundo moderno. Apretar la mandíbula mientras soñamos como síntoma de miedo o rabia.
Afortunadamente, lo compenso con un yo moroso, egoísta a más no poder con el tiempo propio, adorador de las horas muertas que se desmadejan ajenas al paso de los días sin importar que la vida media se componga de unas 4.000 semanas. Gestión del tiempo, denominan hoy al arte de saber organizar las horas a fin de mejorar sus resultados, aunque a la vez plantea su dimensión existencial.
El correo electrónico ha superado a los antiguos buzones llenos de papeleo, y por tanto crece la obsesión de quienes ansían tener la bandeja de entrada a cero porque les produce alivio y se sienten más dueños de su tiempo. Pero mientras borran no piensan ni cuentan los días que les quedan, embargados por la ilusión del control. Todos nuestros dispositivos electrónicos poseen un cubo de basura y un reloj. Son dioses modernos que marcan nuestro ritmo. Mover documentos a la papelera causa casi un bienestar físico, de tarea acabada, una sensación de eficacia parecida a la de entrar en una habitación de hotel impoluta.
Alguien tuvo la sagaz idea de repartir la jornada: ocho horas para trabajar, ocho horas para dormir y ocho horas para el resto. En el resto se incluye comprar, amar, ordenar, leer, cambiar bombillas, comer, discutir, navegar por internet, estar con la familia, hacer yoga y hasta salvar ballenas. “Las doce y media, cómo ha pasado el tiempo / las doce y media, cómo han pasado los años”, exclamaban los versos de Onetti.
Leo en The Guardian un artículo donde se recuerda que John Maynard Keynes, en 1930, predijo que el crecimiento económico nos permitiría trabajar no más de 15 horas por semana, “con lo cual la humanidad se enfrentaría a su mayor desafío: el de averiguar cómo usar todas esas horas vacías”. Ocurrió todo lo contrario. Multiplicamos necesidades con tal de escapar del tiempo muerto. Pensar en la actualidad en una nueva organización temporal es, sin duda, una responsabilidad política que afecta tanto a la productividad como al bienestar social. Pero, sobre todo, tasa el tiempo para uno mismo, ese por el que hay que esquivar a los ladrones de horas que nos asedian para llevarse lo poco que de verdad es nuestro.
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