Los propósitos de enmienda tienen ver con el propio ombligo. Proyectan carencias y exigen soluciones. Toman como excusa el nuevo año porque el ser humano tiende a pensar en estructuras lineales, con principio y fin, aunque la vida transcurra más fragmentada que compacta. A menudo decimos: “quería hacer esto, pero no he podido porque…”. En nuestras agendas no solemos dejar espacio para los “porques”, que saludan en forma de imprevistos o molestias, como una mancha amarilla en los dientes. Pensamos en las técnicas de blanquecimiento dental y nos imaginamos mejor personas: dientes radiantes, igual que los Obama, que nos harán sentirnos más limpios por dentro. Adelgazar, mejorar el inglés, ir al gimnasio, aprender algo nuevo… Los propósitos para el nuevo año son tan universales como débiles, pues si de algo están hechos es de esa variedad del cristal llamada voluntad.
En realidad, siempre se desea lo mismo: mejorar. Cómo íbamos a hacernos adultos sabiendo que las cosas se van poniendo cada vez más difíciles. Soñábamos con el alivio que nos produciría vivir sin evaluaciones continuas, sin esas manos sudorosas al coger el bolígrafo. Hasta que supimos que examinarse es la única forma de vivir. Después de asistir a la glorificación de la sobreabundancia y ser testigos de cómo se desmoronaban sus torres, tanto el triunfo como la eficacia se convirtieron en falsas verdades. La sociología se encargó de demostrar que la riqueza no garantizaba la felicidad, y que el aplauso no era sinónimo de alcanzar el nirvana. Con el siglo XXI se impuso la fórmula del “perfil bajo” para sobrevivir a la presión mediática y social, o judicial. Le llaman, tener una vida normal, aunque nada en su biografía lo haya sido. “¿Por qué las familias de ricos tienen tantos problemas?” me preguntó un día mi hija hablándome de duras cargas entre chavales de familias pudientes: drogas, anorexia, violencia… Acaso en la abundancia no conocieron la estrechura, que tanto ayudar a modelar la voluntad. Y en la negación del esfuerzo. “Amo mis limitaciones porque son la causa de la inspiración”, decía Susan Sontag.
Llaman “errorismo” a la tendencia que anima a equivocarse como herramienta de el aprendizaje. Uno de sus gurús, el informático teórico Carver Mead, anima a sus alumnos a fracasar rápido para inspirarse mejor, según leo en El Mundo. Existe una abundante bibliografía sobre el error entendido como germen del hallazgo, aunque eso signifique ser indulgente con uno mismo y soportar la frustración. Qué sería de nosotros sin la dulce determinación de equivocarnos para ir a mejor.
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