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Con lista de espera

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En el 2011, cuando en El Bulli se sirve la última cena, los extremos se tocan. La comida rápida ha alcanzado una nueva gloria con Danny Meyer, y la alta gastronomía ha mimetizado el sistema de la moda, renovándose por temporada, tan insolente como atractiva. Los japoneses compran el toro en plaza española, y en el Kabuki de Madrid los comensales mastican los tacos de atún con la mirada en trance y una expresión mística… Entonces, desde Dinamarca, Noma se erige en la cúspide de la pirámide gastronómica más esnob. En The New York Times, Julia Moskin escribía poco después que la influencia de Noma era una pesadez: “La evidencia de la invasión nórdica está en todas partes, sepan los signos: verdura, fruta no madura en bodega, coníferas, mantequilla y lactosuero; rocas, conchas y ramitas utilizadas como piezas de servir; recortes de jardín como hojas de rábano, puntas de nabo y vainas de capuchina verticiladas y agrupadas en el plato como por las olas o el viento”. La experiencia gourmet había alcanzado los cielos de Murillo. Los restaurantes parecían templos. Ya lo anticiparon los franceses en los noventa: la comida será la droga del siglo XXI, mucho menos dañina, aunque más cara que la del siglo XX.

Los cocineros habían conformado un nuevo paisaje mediático: personajes que hablaban como profetas, trataban al alimento como una criatura viva y se empleaban con técnica y literatura. Madrid se iba quitando la caspa garbancera a golpes de melena, apartando los humores del cocido y las sobremesas con chinchón. La marca Barcelona se extendió por la ciudad y en un jardín romántico plantó su trono Ramon Freixa, que amparado en la vanguardia y cercanía atiende con garbo y recrea finura, desde el canapé volátil a las raíces del guiso o el pan que manda el padre tres veces a la semana desde Barcelona.

Pero un aire de menor transcendencia se fue imponiendo en las mesas con más reservas, acentuando esa necesidad de dejarse ver en tiempos de Tinder. Comer bien, y divertirse, y abrazar la frivolidad, una vez más, con el vademécum de Trip Advisor, que goza de mayor ascendencia popular que el universo Michelin. Y por fin se les dio barra libre a los interioristas, que aquí se estilan entre la elegancia jerezana y la histeria neoyorquina, abocados a crear escenografías de película, modernas cuevas de Ali Babá, barrocos con vintage y detallitos kitsch como galletas de la suerte.

Encontrar mesa para diciembre en el Amazónico, el must have de la temporada, es algo parecido a ponerse en la cola para comprar un carísimo bolso de Hermès, la lista de espera que representa la mejor campaña de publicidad: provocar un deseo obsesivo e, igual que en los amores de voltaje, hacerlo difícil. El Amazónico, una jungla multicultural proyectada por Lázaro Rosa-Violán, lo frecuenta una variopinta clientela que incluye aristócratas, directivos del Ibex 35, artistas famosos y potentados latinoamericanos. Rosa-Violán, autor también de las joyerías Aristocrazy, interpreta las dos variantes a la perfección en sus locales: un toque de nobleza con un punto de locura.

Santiago Rodríguez, asturiano y de familia de mineros, empezó sirviendo copas en un restaurante de Oviedo hasta que con poco más de veinte años entró a trabajar de chef para una pudiente familia francesa. Era la época de Guy Savoy y Ga­gnaire. Había que estar atento. Hasta que Londres empezó a pujar fuerte con Gordon Ramsay o Marco Pierre White. Allí empezó Rodríguez fregando platos y coincidió con David Muñoz. “En Londres conseguías ingredientes de todo el mundo durante todo el año”. Después de abrir 20 restaurantes Nobu por todo el mundo, capitanea hoy el universo Tatel: “Por fin se nos empieza a conocer por nuestro nombre y no por el de nuestros socios”. Estos son Pau Gasol, Rafa Nadal y Enrique Iglesias. Los restauradores- celebrity merecen un capítulo aparte. Ahora están a punto de abrir sucursales en Miami y en Los Ángeles con una carta aparentemente sencilla –tortilla con trufa o filetes a la milanesa– y una decoración años 20, revestida por un aire de whiskería clandestina de la época de la ley seca. “Servimos la cocina de siempre actualizada, sin emocionarnos, sin espumas ni humos”. Pero en los restaurantes de Madrid, tanto en los de modistilla como en los couture, no hay otra frase que se repita más avanzando la nostalgia: “Estás estupenda”. Después de fiestas, dos de cada tres madrileños se pondrán a dieta.

(La Vanguardia)

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