Es difícil soportar la mirada del presunto violador, la claridad de sus iris; pensar que esos mismos ojos se posaron en los cuerpos de las niñas que condujo engañadas a un piso o a un descampado con alguna chuchería entretenida. Los testigos cuentan detalles escabrosos: una de las pequeñas se agarraba a él tambaleándose, la inocencia narcotizada, aún prendida en la falda y en la punta de sus zapatos, tan ajena al mal. La inocencia perdida a dentelladas nos arde. Esta semana hemos visto imágenes del juicio al presunto violador de Ciudad Lineal, “el enemigo público número 1” como declaró Cristina Cifuentes, el hombre que extendió el terror en los parques y ante el cual tantos padres y madres pensaron en el instante de humo que dista entre pronunciar “la niña está jugando” y “la niña no está”. No hay razón capaz de entender cómo el acusado se atrevió a romper a esas criaturas. No es depravación, no es enfermedad, es el mal siempre velado y vedado, porque enfrentarse a él resulta un trago demasiado amargo.
Hombres que drogan a pequeñas de siete u ocho años para inscribir su vergüenza encima de su piel. Hombres que presuntamente drogan a una muchacha en San Fermín y la violan entre cinco en un portal. Vídeos que cambian de propósito e intentan demostrar que hubo consentimiento. Que una pobre desgraciada se dejó maltratar, vejar, someter, violar y grabar por placer. Los tipos que ahora piden clemencia al juez, que aportan nuevos vídeos con la esperanza de que a ella se le descubra algún gesto de disfrute en lugar de alienación, no calcularon sus pasos. En sus mensajes analizados por los jueces, ellos –“la manada”, se llamaban así– aseguran que querían “follarse a una buena gorda entre todos” y que ojalá tuvieran burundanga, la sustancia que anula la voluntad. El disfrute, para ellos, parece anidar en la brutalidad, los hematomas, el cabello arrancado. Te preguntas si de pequeños no los quisieron lo suficiente, qué ocurrió, cuándo y en qué lugar enfangaron su idea del sexo como si se hubiera borrado el rastro de la civilización.
No ocurre ni en India ni en Pakistán. Sucede aquí, donde tanto se ha ahondado en el respeto, la igualdad, la educación para la ciudadanía. En España, según datos del Ministerio del Interior, cada ocho horas se viola a una mujer. Leí las crónicas de Mayka Navarro en La Vanguardia sobre Tomás Pardo Caro, el criminal reincidente y su última salvajada. La compasión acelera las pulsaciones. Al otro lado del drama, se habla de la terapia con violadores “presuntamente” arrepentidos. De la difícil reinserción, sobre todo cuando está en juego la seguridad de las mujeres. Ladrones de cuerpos y almas que, en lugar de abatir las puertas de una casa o de un banco, desvalijan las entrañas de una mujer. Y con exhibición de su superioridad, siguen reiterándose en el delito cruel. La violación como una rutina: tres veces al día, cada ocho horas, los 365 días del año.
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