Saltar al contenido →

La muerte sin domicilio

011797-140020777

El asunto de las cenizas de los difuntos empezó a desmadrarse cuando a Keith Richards le preguntaron qué era lo más raro que había esnifado en su vida. “A mi padre. Me esnifé a mi padre. Fue incinerado y no pude resistir a hacerme un tirito”, respondió a la revista musical NME hace ya nueve años. Al día siguiente rectificó y publicó en su web que había sido una broma. Pero años más tarde, en sus memorias, Life, recuperó la historia: “Como perro viejo que soy, dije que se sacó de contexto. La verdad es que después de tener las cenizas de mi padre en una urna negra durante seis años porque no tuve fuerzas para esparcirla a los vientos me decidí a plantar un robusto roble inglés para esparcirlas alrededor. Y cuando quité la tapa, un hilo de cenizas voló hasta la mesa. No podía limpiarlo sin más, así que pasé el dedo por encima y esnifé el residuo. Cenizas a cenizas, de padre a hijo”. Richards convirtió esa fortuita canibalización de su padre por vía nasal en rito funerario. Y ya embarrado, transformó la anécdota en frivolidad: “No me molestaría que mis hijas esnifaran mis cenizas, yo mismo les dejaré la pajita”.

El guitarrista de los Stones inauguró una excéntrica filia: la de hacer cosas extravagantes con los restos de un cuerpo querido: el padre que te daba dos besos al subirte en un autobús como si nunca más fuera a verte, o el del marido que, al pa­sear, te rodeaba los hombros con su brazo cuando empezaba a anochecer. El diseñador holandés Mark Sturkenboom ha creado lo que denomina “caja de memoria”, consistente en un vibrador de cristal con una bala dorada que puede contener 21 gramos de cenizas –el peso del alma según el científico Duncan MacDougall– de la pareja difunta. “Esto es muy fuerte, yo no lo pondría en un artículo, es faltar al respeto ante un tema tan transcendente”, me dice mi madre, que considera muy acertada la determinación del papa Francisco, quien en esta ocasión no ha aplicado su proverbial empatía y nos manda de vuelta a los cementerios, que excepto en los pueblos –donde es más barata una tumba que un crematorio– han perdido protagonismo.

Esas ciudades de muertos con sus flores secas y frescas; lápidas mudas con foto, nombre y fechas. La inscripción pública de la vida y la muerte ante la que nos santiguamos porque no sabemos hacer otra cosa. Los cementerios convertidos en un acto de fe. En un paisaje desolado e infértil donde añorar y llorar por imperativo espiritual. Al igual que mi madre, que es mucho más sabia que yo, no sé si prefiero que me quemen o que me entierren. “Al pobre mar tampoco, que ya está lleno de porquería y luego comeremos peces alimentados de muertos”, razona ella, que con sus plegarias y novenas nos ha salvado de tantas quimeras. Y es que la muerte difícilmente encuentra domicilio.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *