Las palabras, de tanto restregarlas, acaban por olvidar su textura original, como le ocurre al término museo, que en tiempos de los griegos fue el lugar donde se rendía culto a las musas. Ptolo-meo II tuvo la delicada ocurrencia de habilitar un espacio –en la biblioteca de Alejandría– donde se celebrara la existencia de esas criaturas míticas que encienden la imaginación de artistas y filósofos. Entonces, a las musas se las alentaba, mientras que hoy se las expulsa del espacio público, colonizado por los emporios globales, y su reinado es fortuito.
Existe un gesto magnánimo, una profunda convicción en el poder de la mirada, por parte de quienes abren sus colecciones particulares para que puedan ser disfrutadas públicamente. “Al barón Thyssen le gustaba tanto venir al museo, pasear por él, ver cómo lucían las nuevas adquisiciones. Se le veía disfrutar, siempre junto a Tita: ¡estaban tan enamorados!”, me cuenta uno de los vigilantes ya históricos del Thyssen-Bornemisza, que custodia las salas del patronato. Junto a su biblioteca, conforman dos espacios desconocidos que reúnen un enorme valor estético. Estos días Renoir despierta tantas pasiones como Operación Triunfo. Un domingo lluvioso vi largas colas soportando estoicamente el aguacero para poder contemplar, con los zapatos calados, Baños en el Sena. Y muy pronto podremos admirar no solo las esmeraldas Bulgari de Tita Cervera sino un cofre entero, el que la firma italiana ha coleccionado recomprando en Sotheby’s o Christie’s sus antiguos tesoros.
El llamado paseo del arte, sobre el eje del paseo del Prado y la calle Atocha, ha sido uno de los grandes aciertos de la capital. Custodiados por sus dos hoteles emblemáticos, el decimonónico Palace y el Ritz –este último recientemente adquirido por el grupo saudí Olayan, y a punto de cambiar su nombre por el de Mandarin (la marca Ritz se extingue en España, en unos tiempos en los que las firmas con leyenda son tan apreciadas)–, el Reina Sofía, el Prado y el Thyssen-Bornemisza sumaron el año pasado casi siete millones de visitantes. Que el arte se haya convertido en fenómeno de masas nada tiene que ver con la tan glosada cultura-espectáculo. Poco importa que el visitante lleve o no audioguía o que contemple Las señoritas de Avinyó
entre decenas de espaldas y comentarios. El arte parece que te hace mejor persona. Contemplas las obras, pero también puedes mirar tu reflejo dentro del cuadro sin miedo a ensoñarte en sus colores y relieves, sintiendo cómo lo bello y lo extraño te rozan.
Dada la afluencia a los museos, sobre todo en fin de semana, las musas deben esconderse en sus almacenes –donde, en el caso del Prado, descansan cerca de siete mil lienzos, mientras que solo 1.150 están expuestos–. Esta semana he leído varios libros en los que, por azar, aparece el Prado: Tabú, de Von Schirach (Salamandra) o Vivir, pensar, mirar, de Siri Hustvedt, enamorada de Goya y Zurbarán, que considera que ambos crean un espacio sacrosanto. Aquí, en cambio, nos siguen hechizando el MoMA o la Tate Modern, más cool. Los directivos de El Prado andan preocupados por la media de edad de sus visitantes, y es verdad que, a cierta hora, sus estancias desprenden un olor acre, igual que si regresaras a la casa de los abuelos. El patronato de la pinacoteca, no obstante, mira ya al bicentenario –en el 2019– y no deja de ampliar su impresionante fondo, ya sea mediante donaciones como la del generoso Plácido Arango, que cedió 25 obras de importantes maestros españoles en el 2015.
Los jóvenes se encaminan más hacia el Reina Sofía, que sigue renovando con ímpetu sus actividades e instalaciones (de su programación educativa, que acerca el arte a estudiantes y discapacitados y beca a investigadores, al nuevo restaurante NuBel, del chef Javier Muñoz-Calero, que ya tiene adictos) o a Matadero, con Mateo Feijóo como nuevo director –fue el primero en apostar en España por el talento de Marina Abramovic, Angélica Liddell o Rocío Molina–. Los museos ejercen de modernos templos invitando a recogerse o a expandir el espíritu. Y lo reseñable no sólo es que el arte se haya convertido en masivo, también que se haya convertido en un rito social que inviste de un beneficio simbólico a aquel que lo consume. Hasta el punto de hacerle sentir importante frente a una obra que, sin su mirada, permanecería muda.
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