Saltar al contenido →

Arrepentimientos

sin-titulo-1

El nuevo orden occidental ha desmontado la lógica del enfoque razonable y sistémico, asunto que nos causa gran pesar a quienes creemos en la justicia social, incluso en la poética. No abundaré aquí en la lista de los terrores que cada día escuchamos ni en la corriente que nos apresa en la incertidumbre. Hay una voluntad de explicar en conjunto la escalada de la radicalidad en EE.UU., Francia, Hungría o Inglaterra como partes de diferentes cuerpos unidos por la misma cabeza monstruosa: la del populismo. Los imaginamos todos juntos: Trump, Marine Le Pen, Putin, el Brexit, y la estampa produce una mezcla de terror y cachondeo. Si no fuera verdad, podría tratarse de una portada de El Mundo Today o una novela de Houellebecq, pero así se muestra la realidad, cabreada y movilizada por el efecto rebote de la crisis. No deberíamos sorprendernos tanto; el caldo se viene cociendo sin tregua, dejando macerar carnes e ideas a fuego lento. Y, así, han llegado a legitimarse la intolerancia o el ataque en forma de reacciones a una cotidianidad miserable. El rostro más ruin de la crisis financiera y política, el que no admite la resiliencia ni el coraje mostrado por una depauperada clase media, prescinde de valores como solidaridad o igualdad y se juega el futuro en un casino donde se prohíbe la entrada al otro, ya sea disidente o extranjero.

Nuestros tiempos están contaminados por el insulto. “Bad hombres”, “traidores” y “gilipollas”, rezan los titulares. Los futbolistas cracks le gritan al árbitro fuck off y los parlamentarios se llaman por el nombre del puerco. Hemos pasado de la dictadura de la corrección política a legitimar el incivismo. Si antes el insulto descalificaba al maleducado que lo lanzaba, hoy es una herramienta que ha demostrado dar buenos réditos. En la televisión se grita más que nunca, y una gran parte de los contenidos responden a un nivel cultural tembloroso. En las redes, se acribilla al que razona de forma diferente; le llaman “fascista” o “feminazi”, son obsesivos, escupen sangre; se desea la muerte del prójimo con una frivolidad escalofriante. Hemos convivido con esa zafiedad, bramando que el lobo está aquí, aunque sin advertir que en verdad ya aullaba entre nosotros, confianzudos, pasotas, individualistas o desencantados, riendo las chanzas de los demagogos desde una superioridad moral que los legitimaba.

Pero mientras una parte de la sociedad retrocedía, hastiada de la política, la otra daba dos pasos hacia delante, movilizada a través de la política de las emociones cosida de promesas pletóricas y eslóganes amenazantes. Spinoza sostenía que los remordimientos son tóxicos perniciosos que interfieren en nuestra comprensión, aunque a la vez son imprescindibles con el fin de perdonarse a uno mismo. ¿De qué sirve el lamento? ¡Cuántas veces hubiéramos querido modificar el pasado! Pero si arrepentirse significa regenerar pieles muertas, tomar impulso y poner a enfriar el caldo, no hay duda de que el nuestro es un mundo arrepentido.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *