Me hallaba en un palacio veneciano; atardecía frente al canal, y esa luz suspendida y neblinosa, igual que una pintura, me invitaba a jugar con las gafas de sol. Hacía tiempo en un viejo banco de mármol, aguardando a la cena que inauguraba la exposición de Chanel y la literatura: La donna che legge, cuando una periodista que iba a retransmitir una crónica por la radio me pidió ayuda para descifrar algunas claves de la biografía de Cocó. Al cabo de una hora, y ya en el segundo piso, sentí una mano en mi espalda: era la periodista, que había estado buscándome entre los quinientos invitados para devolverme mis gafas de sol, que olvidé en el banco. La buena racha no acaba aquí: salí a pasear el domingo, y al regresar a casa divisé un objeto que me resultaba familiar: de una juntura en un muro de piedra prendía un pequeño pañuelo que había puesto en la mochila por si refrescaba, y que alguien con un gesto que se me antojó tan atento como tierno recogió del suelo y plantó en un lugar bien visible. Menuda fortuna, me dije, a lo que mis amigas budistas me respondieron que se trataba de una señal de protección, mientras que las freudianas sostuvieron que el acto fallido que se esconde tras toda pérdida –el apagón entre la mente y los objetos que te rodean– había sido subsanado por personas que viven conscientemente y con empatía, capaces de lograr que los objetos que pertenecen a tu microcosmos vuelvan a ti.
Aprecio en un sector de la sociedad –no el que se sitúa en el vértice del poder o de la indiferencia, y desatiende la huella humana– una mayor atención hacia el otro. El sociólogo y economista Jeremy Rifkin bautizó como “procomún colaborativo” un nuevo sistema que pretende crear una sociedad más sostenible des-de el punto de vista ecológico y humanista. Se trata de una mentalidad favorecida por la crisis y un uso novedoso y social de la red, que favorece el advenimiento de una sociedad más comunitaria y colaborativa. De turnarse para llevar a compañeros de trabajo en coche a la oficina a albergar a viajeros dispuestos a dormir en sofás de acogida, de plantar tomates en el huerto urbano del barrio a los denominados bancos de tiempo, donde los miembros intercambian habilidades contabilizando las horas de servicio prestado y recibido. Actualmente operan más de quinientas plataformas de esta naturaleza –el modelo crece un 15% en todo el mundo y de manera muy sensible en Catalunya–. Se trata de una solidaridad cotidiana, de proximidad, sin espectáculo, ajena a lo mediático y sonoro pero capaz de dar nueva vida al término comunitario, y que por compartir también entiende crear conexiones y lograr el chispazo de esas pequeñas epifanías capaces de enderezar los días torcidos.
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