Hombres que se despiertan de un salto, como si boxearan contra los restos del sueño, y se recortan la barba de la misma manera que repasaban un dibujo a tinta, con regla y cartabón. Hombres que se rocían con perfume, también el cabello, mientras escuchan el primer debate de la radio y lustran sus zapatos igual que hacen con el capó del coche, con mucho amor. Hombres despeinados que se cruzan por la calle con una chica, y antes de que el semáforo se ponga verde piensan que esa podría ser la mujer de su vida si tuvieran otra vida. Hombres que colocan el equipaje en el maletero y dicen chasqueando la lengua: “Todo esto no va a caber”, aunque siempre acaba entrando. Hombres que abren puertas, ceden el paso, pagan la cena; y hombres acelerados que te barren con sus mochilas gigantes colgadas en bandolera y ni piden perdón ni pagan ninguna cuenta.
Hombres que levantan el cochecito del bebé, que transportan sillas o ficus, que suben la bombona de butano, y al terminar se limpian las palmas de las manos en el pantalón resoplando tan ufanos. Hombres que corren con los ojos entreabiertos, felices y exhaustos, o que juegan al pádel o al fútbol afterwork con los amigos, desprovistos de la carga psicológica que habita en las cuitas entre mujeres. Hombres que levantan pesas en el gimnasio y se miran de refilón en el espejo, sacando la punta de la lengua.
Hombres con traje de ejecutivo que compran su cena solitaria al salir del trabajo y colocan los productos en el carro igual que si fuera un puzle. Hombres que se suben los calcetines cuando están sentados en una sala de espera, o se arreglan el nudo de la corbata mirando a un punto fijo. Hombres que estrechan la mano con fuerza, apretando falanges y anillos, tan efusivos que no advierten la mueca de dolor ajeno. Hombres que contestan e-mails con monosílabos, o que reniegan a media voz para darse impulso, tan rápidos que parecen el conejo de Alicia agitando el reloj. Hombres que llevan a sus hijos al colegio, al parque, de viaje, y chocan esos cinco, llaman a los pequeños “campeón”, “colega” o “preciosa”, y siempre tienen las palabras mágicas para calmar los berrinches. Hombres que se van quedando calvos y lo llevan con deportividad, aunque se sientan dramáticamente desnudos hasta que la costumbre se instala en su cráneo.
Hombres tópicos que no friegan, que dejan la ropa sucia y las toallas húmedas en el suelo, que no saben hacer una maleta, que juegan a ser niños grandes y desamparados. Perdedores que escriben versos en silencio o machos alfa que pasan las páginas del periódico con una rabia ruidosa. Hombres de rutinas que se acuestan media hora después de su pareja para dejar la casa recogida, y que al hacer el amor gritan el nombre de Dios. Hombres que no se sienten mejor ni peor que nadie, y que, a pesar de padecer la presión de las expectativas, bien se cuidarán de no decirles a sus hijos: “Pórtate como un hombre”.
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