La fotografía se titula Monzón: tres hombres y un rickshaw avanzan bajo la lluvia intensa que peina la imagen de gotas inclinadas hasta empaparla, logrando una pátina de irrealidad. Uno empuja, los otros tres van atrás y miran a la cámara con sonrisas fotogénicas. A su alrededor, los colores raídos, el reflejo de los charcos en el asfalto y unos precarios techos de plástico sirven de subtexto: estamos en India. La instantánea es para algunos perfecta, para otros tediosa, pero parece capturar una escena cotidiana que al tiempo ilustra la variada amplitud del mundo. Su autor, Steve McCurry, es uno de los fotorreporteros más prestigiosos del mundo, un clásico de National Geographic, autor de aquel icónico retrato de una niña afgana que deslumbra a través de su mirada esmeralda. Pero McCurry quita y pone. El crítico de The New York Times, Teju Cole, disparó la primera flecha: “Sus fotografías son perfectas y aburridas. Y esa perfección sólo se puede conseguir orquestando la imagen”. De hecho, lo hacía: eliminaba personajes molestos para la composición, borraba un puesto de fruta que descentraría la mirada y reencuadraba ratón en mano. El célebre autor se justificó: “Yo no soy un fotoperiodista sino un contador de historias. Tomo mis imágenes con un sentido estético de la composición”. Algunos de sus colegas han sacado la Biblia del oficio: su deber es informar, guiados por la ética informativa, nunca recrear; además McCurry nunca antes había renunciado a su faceta de reportero gráfico, aunque hoy, a tenor de sus palabras, se sienta un artista llamado a recomponer el desorden real.
Domina la creencia de que el mundo suele ser más espectacular visto en fotos; de ahí que hoy Instagram anime a competir en singularidad, emotividad y pose. También explica esa creciente neurosis por fotografiar el instante como si tuviéramos que documentar la vida, en lugar de vivirla a conciencia. ¿Acaso porque causa más placer coleccionar y editar nuestras propias fotos que disfrutar de nuestros propios actos? Con frecuencia se admiran imágenes cuya magnificencia no suele corresponderse con la literalidad del instante, como si el ojo no pudiera acostumbrarse a la fealdad. Ni siquiera a la trivialidad que documentan tantas de esas instantáneas. No está solo McCurry manipulando la realidad en pos del efectismo. Las imágenes de los miles de inmigrantes que siguen huyendo de Siria y buscando refugio en el Viejo Continente se estampan de bruces en una Europa soliviantada que sigue utilizando el Photoshop sin lograr iluminar una fotografía cada día más oscura y desenfocada. Las versiones de una misma imagen se multiplican, varían entre ellas, borran defectos, abrillantan una luz que nunca existió, como si esta ideología del cortar y pegar resumiera una omnipotente ilusión humana: quitarle los granos a la realidad.
Comentarios