Por correo electrónico Manuel Vilas me advierte: “soy un escritor itinerante: tengo tres sitios donde escribo: Madrid (Pozuelo), Zaragoza y Iowa City. Tendría que elegir uno: Madrid, creo”. Todo un detalle. Con las maletas preparadas, nos recibe en una urbanización junto a su pareja, la también escritora Ana Merino. En la entrada hay una estantería con libros publicados por ambos.
Manuel Vilas (Barbastro, Huesca, 1962) es un narrador y poeta de la realidad, del amor, de España, de los coches, de las ciudades extranjeras, del asombro que produce la vida. Algunos de sus poemas se titulan así: 7 Gintonics, McDonald´s, Madza 6, El crematorio, Los cobardes, Cambrils, El sol, Yo soy el amor, España, una poeta inglesa te odió, Think is over, Orange o Acapulco. Huele a perfume intencionadamente varonil. Le pregunto cual utiliza: “la Kenzo”, responde. Los perfumes le seducen desde que husmeaba en el tocador de su madre: “los aromas me abren una puerta de conocimiento, un olor dormido abre la memoria”. El pasado mes de marzo se publicó su “Poesía Completa (1980-2105)” (Visor). Puede leerse como un retrato íntimo y a la vez de la España de los últimos treinta años. Contiene tanta energía como amor y devastación. Dispara con las cenizas de Walt Whitman: “es el padre de todos, de Elliot, de Auden, de Lou Red, de los Sex Pistols… es la exaltación caótica de todo”. Sus versos reúnen tanto rock como vermús de provincias. Poesía autobiográfica que actúa de azote, abrazo y carcajada solitaria, capaz producir en el lector un reconocimiento de los pliegues cotidianos.“A los 13 años, cuando me di cuenta de que no tenía ningún talento musical, me puse a escribir: lo típico, poemas de amor”. Ganaba premios literarios, hasta que en 1980 le dieron el Premio Zaragoza. Revuelve recuerdos: “no consigo conectar mi pasado con mi presente. Tengo la sensación de haber vivido varias vidas, y eso hace que no consiga recordar. Me lo tendré que inventar. Cualquier cosa, antes que no tener pasado”.
Escribe bien casi en todas partes. No le afectan el paisaje ni el clima. Detesta el portátil aunque vive con él. Archiva. Quema impresoras: “un texto en pantalla no es nada”. Escribe cada día, si no se siente desdichado. Siempre con música. Es su mayor analgésico: “por mal día que haya tenido, llego a casa, pongo a Lou Red y ya está”. Nunca lleva chandal: “detesto la estética pequeño-burguesa. Pinta bien pero siempre acaba mal”. Acaso es de lo que se siente más orgulloso: “toda mi literatura ha sido un intento de salir de lo pequeño burgués; es una gran invención occidental, tentadora pero cobarde. Niega esas grandes pasiones de la vida, casa mal con la literatura”. Sus horas más fértiles para escribir son de 11 a 13. A veces de noche. O todo el día.
A ratos ataca la nevera; pulsiones. Antes bebía: “una botella diaria ginebra, hasta que me caía. Tuve un par de ingresos. Cuando Fernando Marías leyó “Gran Vilas” me dijo: ‘este es el libro de un alcohólico’, y me hizo caer en la situación. Pronto voy a cumplir dos años sin beber”. Lo dejó solo. Vilas, que “bebía por dolor”, ahora escribe sobre ello, y asegura no haber renunciado a la ebriedad como ejercicio mental. Hablamos del ritmo de sus versos: “es una relación erótica con el español, un
ensimismamiento con las vocales y consonantes. Es como tocarlas”.Toma el sol, consciente de que es poco de escritor. Cita a Cernuda, o a Gil de Biedma, poetas afines. Asegura que el primer sorprendido de lo que escribe es él mismo, y se considera un enigma para sí mismo: “cuando escribí el poema de mi madre, la elegía a la muerte de mi madre, me di cuenta que había llegado hasta a un límite del conocimiento del amor, de la vida con un ser humano. Al llegar a fronteras vitales que nunca antes había pisado me siento bien”. Le asombran la vida y su exaltación. Tanto del bien como del mal. Le fascina el lujo: “me produce una felicidad inmediata, me inspira, es amor. Es como si dios me estuviera hablando. Que me venga a buscar un Mercedes 600 con conductor es una conquista de la maestría y la inteligencia humanas, y todo eso dedicado a mi”.
La primera en leer sus originales es su compañera, Ana Merino, que “enjuicia muy bien. Un escritor termina su manuscrito y no sabe si ha escrito una inmensa mierda o una genialidad. ¿A quien le da esa responsabilidad tan importante? Solo puede hacerlo con alguien que tenga una complicidad amorosa”. En su escritura itinerante, Vilas tiene miedo a viajar, o mejor dicho, a no regresar y quedarse perdido en un no-lugar. Busca el límite, y cuando lo logra, se sobrecoge.
(La Vanguardia)
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