Había en su capacidad de respuesta y su resolución, en su arrojo y su temperamento, una libertad que pocos personajes públicos se han atrevido a exhibir, pero en aquellos años en que la transición nos regaló varios juguetes nuevos, éramos demasiado jóvenes para advertirlo. Lola Flores formaba parte de un folklore mesetario que había comido en la mano de Franco y bailado para oligarcas y señoritos de Jerez. Allí, los dueños del sherry aún recuerdan una noche en una taberna de El Puerto de Santa María en la que Lola acabó bailando desnuda encima de la mesa un flamenco desgarrado a puerta cerrada. Los británicos, mezclados con los gitanos, lloraban ebrios de su piel dorada. Lola Flores hizo historia a caballo de su carisma.
“No sabe cantar, ni sabe bailar, pero no se la pierdan”, ese fue el juicio del crítico de The New York Times al que, allá por 1953, le tocó cubrir la primera actuación de La Faraona en Manhattan. Jean Cocteau definió el flamenco, que tanto le impresionó en sus viajes a España, como “una concepción dialectal del mundo”. Quizá por eso el sensitivo cronista fue capaz de captar el arte de Lola Flores aún sin entenderlo. El flamenco es, ante todo, una actitud en la que, como escribe Cocteau, la influencia de la palabra flama tiene un papel determinante “porque el bailarín parece escupirlas por la boca y apagarlas con las manos sobre el cuerpo y con los pies sobre el tablado”. No en vano se llamó de joven la Niña de Fuego. Y no solo encima de un escenario: sus múltiples romances, siempre al límite: desde Manolo Caracol hasta Gary Cooper o el Junco, pero acompañada siempre de su fiel Antonio el Pescadilla (ella fue una de las primeras en anunciar públicamente que el amor, en lugar de romperse, se transforma) y sus repetidísimas anécdotas contribuyen a que su leyenda siga creciendo popularmente. En Hollywood ya habrían rodado el remake de su biopic. Y en Francia, que tienen otro tipo de prejuicios pero casi nunca contra los artistas, le lloverían homenajes a nuestra Joséphine Baker.
Aunque hablara con gracia ceceante y su cuarterón gitano le hiciera sentir el compás al estilo de los grandes, empezando por el paladar y terminando en el tacón, sus trajes de faralaes y su clavel en el pelo inhibían a los enemigos del folklore, que ella transcendió. Hoy, en cambio, observamos viejos vídeos suyos y sorprende esa Lola de España que vivió adelantada a su tiempo. Esta semana se cumplieron 21 años de su muerte, y volvió a ser fenómeno viral una vieja intervención en La clave –ni más ni menos– en la que daba consejos para participar en el Festival de Eurovisión, anticipando el fracaso de la participante española en esta última edición, uno más en una ya larga mala racha del made in Spain. Flores aseguraba que ella no era una buena candidata, que no cantaba bien. “Que lleven a Rocío Jurado, ya veréis como acaba primera o segunda”. Lo de quedar segunda refleja absolutamente al personaje: precavida, con esa listeza que dan el hambre y las fatigas.
En una ocasión, allá por los setenta, montó en cólera en un teatro al que acudió a ver una obra en la que Paco España se atrevía a imitarla. Interrumpió la representación a gritos una y otra vez, y se encaró con el público que hacía cola para comprar las entradas de la siguiente función. La cosa llegó a los tribunales, y fue condenada por alteración del orden público a dos días de arresto domiciliario y 250 pesetas de multa. Después vino la llantina por Hacienda. Ella era el espectáculo. Inimitable. Sexual, abierta, seductora, devota de Cristo, madre, artista que se iba hasta el precipicio cuando actuaba porque sólo desde el límite podía volcar su cuerpo hacia adelante, como si bebiera del suelo al bailar, arañando la tierra.
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