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Los Reyes del mambo

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No sólo la derechona madrileña sigue padeciendo sofocos tras el espectáculo carnavalesco de los Reyes de Oriente, porque mal asunto si alguien cree aún que la defensa de la familia y de las tradiciones –las civilizadas, no las bárbaras; las que ilusionan y se respetan– es exclusiva de las ideologías más conservadoras. Esta es una batalla pendiente de la socialdemocracia española, la misma que ha salido acertadamente en defensa de los nuevos modelos de familia. Pero, en cambio, parece que no pueda conjugarla en singular, reivindicarla como una de las instituciones más impagables, lejos de suspicacias reaccionarias, la que a menudo sustituye al Estado cuando las cosas se ponen feas y la desprotección no sólo afecta a los más débiles –ancianos, enfermos dependientes, parados y niños– sino que nos hace sangrar por los cuatro costados. Es entonces cuando sólo la red de afectos y vínculos personales logra detener la hemorragia, bien sea a base de pucheros y cuchara, delgadas pensiones que ancianos comparten con sus hijos, o la generosa entrega de tiempo y esfuerzo, preciosísimo y gratuito, de tantas abuelas y madres.

Pocas tendencias son tan necesarias como la que procura fortalecer a las familias en todas sus declinaciones y a la vez cuestiona gran parte de las costumbres que han moldeado los roles de género. Género y sexo nunca pueden ser una cárcel. Pero cuán absurdo resulta berrear por el símbolo, como esas ligas que trinan por la hegemonía del color rosa, las muñecas sexualizadas o las cocinitas. Serán las propias niñas quienes aún en tierna edad acabarán expulsándolas de sus cuartos, se vestirán de negro y cambiarán de ídolos. Afortunadamente, y a diferencia de la hija de Cayetana Álvarez de Toledo, mi hija pequeña no vio a Gaspar en la cabalgata madrileña, estaba acatarrada en casa y cuando salió por la tele Melchor con su disfraz de mago Merlín me dijo: “Mamá, estos Reyes no son los de verdad, ¿no?”. Y apagamos la tele. Por supuesto, a mis amigos gais y solteros les fascinó, todo tan Chueca y tan étnico.

Comprendo el interés por las políticas sociales de la diferencia que esgrime Manuela Carmena –quien tuvo la excelente idea de sentar a jóvenes discapacitados donde antes se guardaban las sillas para los hijos de los vips–, pero discrepo de su desafío a la verosimilitud de una de las fantasías más tácitamente acordadas por los adultos: preservar la inocencia y la felicidad de los más pequeños el día de Reyes. Cierto es que la Epifanía de tres sabios astrónomos que atravesaron estepas y desiertos acabó convertida en una eufórica paquetería de juguetes. Pero, a pesar de comercializarse tanto como el amor, continúa reuniendo un misterio y deseo que ninguna doctrina debería cuestionar. Menos mal que la capacidad de reacción de los pequeños busca audaces subterfugios para mantener su sueño intocable: este año en Madrid los Reyes vinieron disfrazados.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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