Pocas tendencias son tan necesarias como la que procura fortalecer a las familias en todas sus declinaciones y a la vez cuestiona gran parte de las costumbres que han moldeado los roles de género. Género y sexo nunca pueden ser una cárcel. Pero cuán absurdo resulta berrear por el símbolo, como esas ligas que trinan por la hegemonía del color rosa, las muñecas sexualizadas o las cocinitas. Serán las propias niñas quienes aún en tierna edad acabarán expulsándolas de sus cuartos, se vestirán de negro y cambiarán de ídolos. Afortunadamente, y a diferencia de la hija de Cayetana Álvarez de Toledo, mi hija pequeña no vio a Gaspar en la cabalgata madrileña, estaba acatarrada en casa y cuando salió por la tele Melchor con su disfraz de mago Merlín me dijo: “Mamá, estos Reyes no son los de verdad, ¿no?”. Y apagamos la tele. Por supuesto, a mis amigos gais y solteros les fascinó, todo tan Chueca y tan étnico.
Comprendo el interés por las políticas sociales de la diferencia que esgrime Manuela Carmena –quien tuvo la excelente idea de sentar a jóvenes discapacitados donde antes se guardaban las sillas para los hijos de los vips–, pero discrepo de su desafío a la verosimilitud de una de las fantasías más tácitamente acordadas por los adultos: preservar la inocencia y la felicidad de los más pequeños el día de Reyes. Cierto es que la Epifanía de tres sabios astrónomos que atravesaron estepas y desiertos acabó convertida en una eufórica paquetería de juguetes. Pero, a pesar de comercializarse tanto como el amor, continúa reuniendo un misterio y deseo que ninguna doctrina debería cuestionar. Menos mal que la capacidad de reacción de los pequeños busca audaces subterfugios para mantener su sueño intocable: este año en Madrid los Reyes vinieron disfrazados.
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