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Luz todo horizonte

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Mariano Rajoy ganó las elecciones por lo bajini en Pontevedra, en el curso de un agradable pasacalles, cuando un chaval le estampó un gancho con la furia suficiente para doblarlo y romperle las gafas. La oportunidad, servida tan en bandeja, afloró como un coro griego que entona su venganza contra el hado. En las mismas calles que lo vieron crecer, aquel hijo de prestigioso jurista, nieto de uno de los ilustres redactores del Estatuto de Autonomía de Galicia de 1932, el registrador de la propiedad más joven de España que soñaba con ser ministro de Justicia, pero también el joven juerguista asiduo al Casino de Pontevedra, por fin se libraba de la estampa del hombre acobardado. Del que apareció lívido y resoplando tras salir indemne de aquel accidente de helicóptero en Móstoles, en 2005, acompañado de una Esperanza Aguirre tan sonriente, avispada chica Marvel.

Pero el pasado 17 de diciembre, días después de haber sido embestido televisivamente por un Pedro Sánchez España camisa blanca, Rajoy no se dejó noquear por un púber: se recompuso la chaqueta sin ni siquiera mirarse a un retrovisor, y siguió caminando con esos brazos suyos que le van más rápido que las piernas. A la mañana siguiente, desde la cinta de correr, tuiteaba: “Seguimos avanzando”. Tenía que desactivar el victimismo y solemnizar la verdadera ofensa de Sánchez empeñado en recordar a Bárcenas, Rato, a la pandilla Gürtel. Y, a pesar de ser más de tierra que de mar, Rajoy ha mantenido encendida en lo alto del mástil la blanca luz todo horizonte, con un arco de visibilidad de 360 grados, la misma que le ha ayudado a salvarse de los temporales emergentes.

Si en la antesala de las elecciones de 2011 The Economist lo definía como “el hombre que no tiene nada que decir”, criticando la falta de concreción de su proyecto político, hoy ha ganado el Masterchef electoral con una receta de la abuela: no hay lugar para idealismos renovados ni liberalismos sociales. Con una resistencia descomunal, antiquísimo en gustos, y fatalista como buen gallego, en su primer discurso postelectoral habló igual que un padre de familia después de una tormenta: “Hay que tener un norte”. Que se rían de su diálogo de petanca con María Teresa Campos o de las cocinitas con el amigo Bertín, pseudoembajador de su causa al estilo de Anna Wintour y Obama. Su negativa a participar en los debates, para muchos una actitud timorata, le ha dado réditos. Mandar con los jóvenes a Soraya, tan eficaz y profesional, limpia incorruptible, bailonga, fue un acierto “colosal” –una de sus palabras estrella– que le evitó despeinarse.

Un amigo suyo me confesó que a Rajoy le gustaría ser director de periódico, porque en algo sí es persistente: le fastidian los titulares, que siempre encuentra inexactos, acuciado por el “espíritu de la escalera” (cuando la buena respuesta llega demasiado tarde). Sus lapsus son trending topic, algunos míticos como aquellos hilillos de plastilina fonéticamente imposibles, otros recientes, muy Gertrude Stein: “Realmente, un vaso es un vaso y un plato es un plato”. Tarda en arrancar, pero cuando lo hace dicen que nada lo detiene: “Eu non corro pero non paro”, aunque sólo hable gallego en los discursos. Se llevaba mal con Fraga, y cuando una periodista le preguntó por el asunto of the record ,le contestó que no podía soportar a los chanchulleros. A Cascos le tendió un puente de plata, con Ruiz-Gallardón, borrón y cuenta nueva, y ante sus corruptos hubo de todo. A su tesorero, ya en chirona, le mandó mensajes de ánimo por WhatsApp (no a la puerta de la cárcel como hizo González con Barrionuevo y Vera).

Rajoy, el católico no fundamentalista, el tolerante práctico, el padre de familia que admite conciliar fatal a diferencia de las mujeres, con un hijo que le ha salido gracioso y respondón, ha ganado las elecciones junto a Podemos aunque por distintas razones. El de la coleta, por fresco; el de la barba, por rancio detodalavida. Y por el puñetazo. Hay que reconocer que pocos políticos han sido acariciados con tanta ternura por Angela Merkel, mujer de caminata larga, igual que don Mariano.

(La Vanguardia)

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