Hay grandes especialistas en sobrevivir a las fiestas que empiezan a encadenarse en esta época, igual que un tapis roulant que atraviesa la recta final del año. Las alfombras rojas marcan territorio: en las fiestas públicas presiden los logos comerciales –que en verdad son quienes pagan las croquetas y el jamón–. Es el llamado photocall, un plató rudimentario a fin de que cualquier invitado, famoso o no, viva su momento de gloria.
Aunque no se sufra de agorafobia, acostumbra a invadirte el aturdimiento al entrar en el ruedo y suspender tu mirada en una bruma social tras la que, al principio, no identificas a nadie. Es en ese justo momento cuando eres más vulnerable y puedes caer en las redes de una conversación absurda que te atrapa con su arpón. A veces es tan mala que olvidas tus reparos y prefieres pasar por estúpida interrumpiendo a tu interlocutor con asuntos dispersos. Algunos invitados están tan desconectados de sí mismos que te hablan encima de la cara, sin darse cuenta de que la mezcla de cava y salmón produce un aliento repulsivo. Por supuesto, abundan los pedigüeños parapetados en la fiebre del networking, quienes no asisten a las fiestas para divertirse, ni siquiera para pasear como esfinges a fin de ser admirados, sino para conseguir algo, desde un trabajo hasta una foto.
Incluso la fiesta más amena puede resultar fatigosa, tanto que, al llegar a casa con dolor de pies, te invade un soplo de nostalgia ante la noche quieta, el libro en la mesilla, la niebla en la pantalla.
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