Es como si emularan el black friday en versión política y prenavideña; no en vano votaremos con el árbol puesto. Una de las posibles explicaciones al término anglosajón, inevitable estos días, no tiene nada de oscuro, sino más bien de luminoso: gracias a ese magnífico día de ventas, las cuentas de los comercios norteamericanos pasaban de números rojos a negros. Y en un momento en el que la mayoría de nuestros líderes –salvo Albert Rivera– están en números rojos en lo que a confianza ciudadana se refiere, sus directores de campaña y asesores han comprendido que la táctica comercial del viernes negro funciona a la perfección de cara a las elecciones: tremendos descuentos (en su caso en lo que al discurso político se refiere) y la felicidad prometida a cada elector de que, con tanta oferta, encontrará su producto a medida.
Y, así, la política española se ha exhibido hasta en la sopa, igual que cuando los artistas promocionan su nueva película o disco y aceptan hacer todas las payasadas que exigen los formatos televisivos de éxito. No basta con responder a preguntas, sino que tienen que ejecutar una coreografía, comerse un insecto o cocinar una fabada. Estos días los candidatos se turnan entre el mullido sofá de Bertín –con sus chascarrillos de ligón maduro–, que incluso arrancó anécdotas de la mili a un Pedro Sánchez casi jerezano, y el potro de tortura de Ana Pastor. Ahí están, a cualquier hora, como los anuncios de turrón que vuelven a casa por Navidad, con la salvedad que ellos llegan para quedarse cuatro años.
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