Si a la estrella en cuestión no le gusta la ropa, el ambiente en el estudio se espesa y oscurece como un cielo a punto de llover. A más de una he visto yo parar una sesión cual madrastra de Cenicienta para mandar a la estilista “a buscar algo decente”, o al mismísimo cuerno. Por fin todos los elementos armonizan: un secador de pelo hace de viento, una pinzas de tender ciñen el talle de la camisa y el estudio vuelve a cobrar el ánimo de las mañanas felices. “¡Qué natural me veo!”. “Ya me quitaréis esta lorza, ¿eh?… sed compasivos”, le dice con complicidad al fotógrafo. Todos asienten, complacidos, porque ella es tan voluble como seductora. Se va lanzando besos con la mano, custodiada por su corte y su chambelán, que revisa: “Mandadme la foto enseguida”.
Algunas luego se molestan con el resultado. Acusan al fotógrafo, un peón en la cadena, de querer tunearlas y arrebatarles su gesto y su carisma. En cambio, no suelen protestar si se les borran granos, pelos, manchas u otras irregularidades. Y casi nunca se quejan si se trata de una campaña de publicidad con una elevada remuneración de por medio. Jamás la fotografía de estudio –un arte que en absoluto acaba con el disparo– había sido tan proclive a la cara lavada, buscando ese instante selfie. El photoshop no nació en la era del bótox, sino hace más de un siglo y medio, cuando se trataba la imagen con pincel y gouache blanco y se rasgaba el papel fotográfico. Así se consolidaron muchos iconos universales, desde los mitos de Hollywood hasta los líderes políticos. El retoque forma parte del proceso que busca la imagen pública, mientras que la cara lavada felizmente es hoy una tendencia que se inscribe en un cambio de paradigma, igual que esa política sin corbatas y sin pendientes, pero que no todo el mundo soporta.
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