La bella idea de construir un nuevo territorio sin amos ni corrupciones, donde la palabra “derecho” adquiriera por fin su tamaño real y las élites salgan de la foto, empuja a estos robin hoods urbanos a desgañitarse por el derecho a una vivienda digna, a una sanidad pública y a una plaza sin Starbucks. Perfiles encontrados los de los jóvenes académicos madrileños, más endiosados de lo que aparentan, y el de los activistas catalanes, idealistas pero siempre a pie de calle, que integran la gran familia podemita .La misma que resucita la onda expansiva de aquel hijo de zapatero de infancia tremendamente humilde llamado Thomas Paine, que ejerció de predicador revolucionario e inspiró, con su texto Sentido común (1776), al mismo Jefferson para redactar la Declaración de Independencia norteamericana.
En camisa de manga corta, rascándose la nariz, hablando con las manos en los bolsillos, tan pancho y libre de protocolos, con una papada que junta cabeza y tronco cimbreando su expresión de bonhomía: así se muestra Rabell, ese hombre afable dispuesto a lograr que los vecinos hagan las paces. De joven fue el buen comunista que tuvo que encajar con humor apellidarse Franco, hasta que decidió pulírselo. Conoce bien la piedra, la trabajó en la empresa familiar, Talleres Franco. Estudió Filosofía y Letras y Económicas, pero se tituló como traductor e intérprete en Montpelier. Con humilde naturalidad, admite que ha traducido más folletos publicitarios que literatura. “La vida del traductor e intérprete no es fácil. Mi traducción más significativa ha sido la del sociólogo quebequés Richard Poulin”.
Se levanta cada día antes de las 7 para sacar a la calle a su pareja de hecho gatuna, Taxa y Manolo. Luego lee la prensa y va al despacho, consciente de que su trabajo de verdad está en la calle. “¿Cómo se puede entender el trayecto que va desde los barrios hasta el Palau de la Generalitat?”. “La gente normal, mejor dicho, la gente corriente, tiene que recuperar las instituciones. La política no puede ser una profesión sino un servicio temporal en lugar de una dedicación de por vida”, responde el candidato.
Es hombre de agua y jabón –“sólo me regalan perfumes y corbatas, que nunca me pongo, en Navidad”–. En su estuche de debilidades guarda a Georges Brassens y Edit Piaff, a Andreu Nin y Rosa Luxemburgo. Y a Victor Hugo: “Me hice socialista tras leer Los miserables, me hizo soñar”. Demasiado educado y paciente para contiendas electorales, Lluís Rabell no suele interrumpir ni gritar. El pasado sábado, en el cierre el debate de La Sexta moderado por Ana Pastor, al cámara se le olvidó enfocarle, a diferencia del resto. Tuvieron que entrarlo en plano con retraso. Qué más da cuando no importa el yo, sino el nosotros.
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