Hay lugar para algún destello de felicidad, como el que transmite la imagen ganadora del certamen internacional, Jon y Alex, que retrata a una pareja de hombres que se aman en San Petersburgo con una intimidad que no deja espacio para nadie, ni siquiera para la persecución que les amenaza. Pero en esa intimidad respiraba alguien más: Mad Nissen, el autor del disparo. El ojo que en otros escenarios permanece frente al cadáver caliente y siente hambre de puro miedo.
Un fotorreportero, un periodista a pie de obra, es un soldado de la historia en minúsculas. No es extraño que en las películas tengan tanto éxito como personajes; héroes o antihéroes que ponen en peligro su vida en nombre de la verdad. “Un periodista debe ser un hombre abierto a otros hombres, a otras razones y a otras culturas, tolerante y humanitario”, sostenía Kapucinski, en las antípodas del odio o la hostilidad. Por eso ha causado tanta repugnancia el vídeo de Petra Laszlo, la camarógrafa húngara que ha pateado el alma de un oficio, de su deontología profesional y su compromiso social. Gracias a alguien que cumplía admirablemente su trabajo hemos visto cómo, sosteniendo su cámara como si fuera una pesada pieza de artillería, Laszlo pateaba a una niña y zancadilleaba a un hombre con su hijo de siete años en brazos. Un hombre que no es peligroso, un padre muerto de miedo a quien hace llorar de humillación. Ninguna de sus cobardes excusas ha podido disculpar la traición a su casta.
Día a día, desde el otro lado del periódico, del telediario y el móvil, miles de profesionales se juegan la vida por cuatro duros mientras comparten su botella de agua con alguna madre y sus hijos. Alertan, socorren, se compadecen, sin dejar de cumplir con su principal misión: ser nuestros ojos. Nuestra mirada. Que queremos limpia.
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